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Francina


Enviado por   •  30 de Julio de 2013  •  Informe  •  1.381 Palabras (6 Páginas)  •  352 Visitas

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FRANCINA

Marta Brunet

(chilena)

Hija de una madre enfermiza, el padre siempre ausente en largos viajes de negocio, Francina, en la enorme casona, vivía a su antojo, malamente vigilada por una institutriz.

Alta, fuerte, con largos brazos de mono, la cara de manzana, los pelos engrifados y los ojos demasiados claros, demasiado extáticos, la chiquilla tenía una sola preocupación: leer.

Devoraba todo lo que no fuera texto de enseñanza. Diarios, revistas, cuentos, novelas eran su anhelo. Lo otro, aquello que Mademoiselle quería obligarla a leer --¿eso?--, no le interesaba. Que la tierra fuera re-donda, que en el año tal los godos asolaran Europa, que el agua se llamara H2O en la fórmula química, que el rastro que deja el punto al ponerse en movimiento fuera la raya, ¿para qué saberlo?

A ella le gustaba lo maravilloso, lo que no tenía explicación posible sino en el poder de seres, de fuerzas ocultas. Y como no encontrara lo maravilloso en su vida de muchachita burguesa, se hurtaba a ella para vivir las aventuras de cuantos libros podía leer.

Tendida de bruces en el suelo, sobre una alfombra, cuando el frío la retenía en el interior, en el pasto de los prados cuando el calor la echaba al parque de la casona, contraída por la atención, con la sensibilidad alerta, hiper-extasiada, Francina leía, encarnándose en cada personaje, con el músculo de acero, el ceño duro y el alma de valor cuando un héroe la entusiasmaba de batallas; llena de amarguras por la tristeza de un enamorado en desgracia; sintiendo el corazón lleno de odio y gesto salobre de un ruin envidioso; toda ternura con el suspirar de una cautiva maravillosamente bella; rebosando clarinadas por la boca de un guerrero vencedor; audaz de piraterías en el abordaje de un corsario; todas las vidas que encierran todos los libros que un niño puede leer las vivía Francina alucinada.

Luego de leer venía la holgazana, inmovilizada de ensoñaciones. Pero al correr del tiempo fue tomándole gusto a representar lo que leía y ensoñaba y --desde que diera con este nuevo placer-- las horas eran de cabalgatas en un palo, de envolverse en una colcha, con una tapa de sopera en la cabeza y un plumero en la mano; de decirle "varilla de virtud" a cualquier ramita que encontrara en el camino; de aguardar la medianoche para ir a ver los elfos salir de las flores; de adornarse con tiras de papel y a grandes saltos danzar el rito religioso de unos salvajes; de mirar con ansias debajo de todos los pedruscos buscando a los gnomos guardadores de tesoros.

No la arredraba la realidad; mejor dicho, no llegaba a verla. Era tan grande su fantasía, que cuando imaginaba se le tornaba palpable, y así el palo era un brioso caballo que la hacía jadear, y la colcha el más hermoso manto de armiño, y la tapa de la sopera una corona de perlas, y el plumero un cetro de oro, y la ramita le concedía cuando pidiera, y en la medianoche veía a los elfos bailar rondas de locura con las hadas y el rito sagrado le dejaba un fetichismo que la hacía adorar cualquier cosa, desde el sol hasta una raíz de forma extraña, y los gnomos solían traerle gemas estupendas.

Así era la vida de Francina.

A veces la institutriz protestaba y llegaba quejosa hasta la señora enferma o hasta el señor en sus cortas estadas en la casa. La madre sólo sabía disculpar a la niña, buscando motivos de perdón y tolerancia en su propia gran terneza. El padre --con su voz de imperio-- tronaba amenazas y represiones sobre la chi-quilla, que lo oía muy seria, muy abiertos los ojos, muy distante el pensamiento. Se decía "Parece Barba Azul. Pero no, ahora, con los bigotes erizados, es igual al rey Almaviva, el de los elefantes de oro".

Y no demostraba arrepentimiento ni prometía enmienda. Las caricias de la madre y las represiones del padre no le dejaban huella alguna. La institutriz acabó por aburrirse y abandonarla a su placer.

A los catorce años, descompaginada por el crecimiento, fea y sin gracia, Francina tenía un alma de niña en un cuerpo de mujer. Seguía siendo una desarraigada de la vida, una ensoñadora aferraba a lo maravi-lloso ahincadamente.

Pasó la gran crisis de la pubertad sin ninguna inquietud: no sentía

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