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La Isla Misteriosa


Enviado por   •  9 de Mayo de 2015  •  584 Palabras (3 Páginas)  •  326 Visitas

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"La Sangre", obra que publicara Tulio Manuel Cestero en 1914, es una novela que logra

reflejar aspectos del ambiente urbano y de las tribulaciones político-sociales de la época.

Por el ventanillo del calabozo, un rayo de sol entra jocundo, adorna con ancho galón de

oro los ladrillos y trepando por las patas del catre, cosquillea al durmiente en el rostro.

Antonio Portocarrero despierta restregándose los ojos con ambos puños, bosteza, la boca

abierta de par en par y mira en torno suyo con asombro.

Siéntase en la barra del lecho examinando la celda de hito en hito y cual si al fin,

libertándose de una pesadilla, comprendiese, murmura: «todavía... otro día más».

Joven, de estatura prócer, la fisonomía enérgica y simpática la color melada, cuya palidez

actual aumenta la sombra de la barba ida. Los cabellos negros, de rebeldes vedijas, la

nariz roma y los labios carnosos de bordes morados, denuncian las gotas de sangre

africana que, desleídas, corren por sus venas. Las pupilas grandes y brillantes, henchido el

pecho.

El preso registra la estancia, tal si la viese por primera vez. En un ángulo, un aguamanil

desportillado, de hierro esmaltado, sostenida la jofaina en una trípode. En mitad del

testero, junto al muro, una mesita de pino, sin barnizar; al lado de ella una silla, cerca una

mecedora, y encima una alcarraza, una copa y varios libros: «Los Girondinos», dos tomos

de «El Consulado y el Imperio», «Los Misterios de París», «Historia Universal» por Juan

Vicente González, y los «Tres Mosqueteros». El recuerdo de los amigos que le

proporcionan el placer de la lectura, le saca a la cara la luz de una sonrisa. En extremo

opuesto, vecino a la puerta de roble con hileras de clavos cabezones remachados, un

cuñete, ceñido por arcos de acero, receptáculo de sus deyecciones, que dos veces por día

un penado carga en hombros y vierte en el mar. Sus emanaciones infectan. Estos objetos,

una escoba y el catre con una almohada y dos sábanas, componen el ajuar. El enladrillado

es frío. Las piedras de las gruesas paredes han sudado durante siglos. Musgo verdinegro

vetea el enjalbegado. La humedad se caía hasta los huesos.

Por el día el calor agobia, en las noches invernales el fresco molesta. El aire y la luz entran

por el ventanillo de fuertes barrotes de hierro. En las paredes, enlucidas de raro en raro,

los cautivos han escrito con carbón sus penas e indignaciones. Entre ellas hay una de su

propia letra: «26 de Julio de 1898, a las 9 de la noche». Cuando la hubo leído dos veces,

arruga el sobrecejo, exclamando con dolor: « ¡un año ya! » y se pone en pie,

encaminándose al lavabo. Con vigor se enjuaga rostro,

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