Literatura. Práctica ortográfica
Enviado por Mr. Chori • 20 de Agosto de 2021 • Documentos de Investigación • 1.709 Palabras (7 Páginas) • 101 Visitas
CNLP. Lengua y Literatura.
Prof. Graciela Lourdes Fernández.
Práctica ortográfica (primer año).
Dictado 1:
El gato llegó pequeñito, friolento, a la casa. Venía hambriento y quejoso. Evidentemente había sido abandonado por la madre antes de tiempo. Cabía en una mano y miraba con ojos tristes y brillantes el mundo. Pablo oyó las quejas del animal y corrió al jardín. Allí estaba. Pero su maniobra era inútil. El gato se hubiera dejado atrapar de todos modos. Desfallecía de hambre y, desde luego, su deseo era probar algo y calentarse. Pablo lo agarró por el vientre, le pasó la suave mano con exquisita ternura por el lomo donde se sentía, bajo la piel, la dureza del hueso.
Desde el jardín llamó a mamá, a papá dando gritos, comunicándoles el hallazgo. Luego fue a la cocina. Un alegre fuego doraba las planchas metálicas de la estufa y dejaba escapar su caliente vaho. El niño pidió a la cocinera un poco de leche en un plato, migajas de pan y colocó al animal con gran cuidado en el suelo, bien cerca del calor. Temía que el gato se escapara al sentirse libre de la presión de sus manos. Pero el frágil animalito no guardaba ánimo ni para escapar. Se desentumeció, estremecido, ante el fuego y empezó a comer ruidosamente con perfecta maestría.
Dictado 2:
Los hombres cargaban el equipaje y las mujeres esperábamos la orden para subir al barco. Debíamos viajar mil doscientos kilómetros.
El sol era abrasador y la brisa suave pero suficiente como para levantar una molesta polvareda.
Nos embarcamos. El vapor partió a la hora prevista. Los pasajeros mirábamos desde la cubierta cómo nos alejábamos de la orilla. Se veían agitarse los pañuelos en la costa y se escuchaba por el altoparlante la voz del capitán que nos daba la bienvenida y nos deseaba una feliz travesía.
Cruzar el océano nos exaltaba el espíritu. Las gaviotas acompañaban el inicio del viaje y el viento aumentaba a medida que nos internábamos en el mar.
Desde la borda observábamos la extensión del agua. La visión de la inmensidad nos produjo emoción.
Sin embargo, había en el aire, como una presencia extraña. Un silencio demasiado pesado.
Dictado 3:
La pequeña Rumi había aprendido a escribir su nombre. Su padre le había explicado el sentido de los movimientos de la muñeca, la cantidad justa y necesaria de tinta a cargar sobre el pincel, la preparación del movimiento y la presión que debía ejercer entre ese elemento mágico y el papel donde habría de dejar la huella indeleble de su identidad. Preparada a ejecutar ese rito sagrado, Rumi observó el jardín prometiendo ya una orquesta de flores en todos los tonos de rojos, azules y violetas. Sumergió suavemente la cabeza del pincel en el tintero, concentró todo su ser en su vientre y tendió una línea imaginaria entre ese punto y el puño que sostenía el pincel. Sintió en la sangre, con gratitud y profundo respeto, todos sus ancestros afirmándola. Un sonido brutalmente sordo e intenso le arrebató el pincel de la mano. El jardín de su casa desapareció en un resplandor curiosamente penetrante. Un momento después Rumi vio asombrada crecer en el horizonte de la aldea un enorme hongo amarillo. Después, todo fue ceniza y dolor y horror injustificables.
“Nagasaki” por Alejandro Luque
Dictado 4:
De la niebla, a cien metros de distancia salió el Tyrannosaurus rex. Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, cerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pases de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas.
Dictado 5:
Cuando uno se siente al borde de la muerte, se afianza el instinto de conservación. Por varias razones aquel día, mi séptimo día, era muy distinto de los anteriores: el mar estaba calmado y oscuro; el sol me abrasaba la piel, era tibio y sedante y una brisa tenue empujaba la balsa con suavidad y me aliviaba un poco de las quemaduras.
También los peces eran diferentes. Desde muy temprano escoltaban la balsa. Nadaban superficialmente. No los veía con claridad. Navegando junto a ellos, la balsa parecía deslizarse sobre un acuario.
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