Mis primeras impresiones
Enviado por Alexis.s.g • 30 de Marzo de 2014 • Ensayo • 2.467 Palabras (10 Páginas) • 259 Visitas
Rayuela Capitulo 34
En setiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos a otra casa extractora de Jerez tan acreditada como la mía; realicé los créditos que pude, arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus existencias, y me fui a vivir a Madrid. Mi tío (primo carnal de mi padre), don Rafael Bueno de Guzmán y Ataide, quiso albergarme en su casa; mas yo me resistí a ello por no perder mi independencia. Por fin supe hallar un término de conciliación, combinando mi cómoda libertad con el hospitalario deseo de mi pariente; y alquilando un cuarto próximo a su vivienda, me puse en la situación más propia para estar solo cuando quisiese o gozar del calor de familia cuando lo hubiese menester. Vivía el buen señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha construido donde antes estuvo el Pósito. El cuarto de mi tío era un principal de dieciocho mil reales, hermoso y alegre, si bien no muy holgado para tanta familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que el principal, pero sobradamente espacioso para mí solo, y lo decoré con lujo y puse en él todas las comodidades a que estaba acostumbrado. Mi fortuna, gracias a Dios, me lo permitía con exceso.
Mis primeras impresiones fueron de grata sor- presa en lo referente al aspecto de Madrid, donde yo no había estado desde los tiempos de González Bravo. Causaban me asombro la hermosura y amplitud de las nuevas barriadas, los expeditivos medios de comunicación, la evidente mejora en el cariz de los edificios, de las calles y aun de las personas; los bonitísimos jardines, plantados en las antes polvorosas plazuelas, las gallardas construcciones de los ricos, las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores por lo que desde la calle se ve, a las de París o Londres y, por fin, los muchos y elegantes teatros para todas las clases, gustos y fortunas. Esto y otras cosas que observé después en sociedad, hicieron comprender los bruscos adelantos que nuestra capital había realizado desde el 68, adelantos más parecidos a saltos caprichosos que al andar progresivo y firme de los que saben adónde van; más no eran por eso menos reales. En una palabra, me daba en la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienestar y aun de riqueza y trabajo.
Mi tío es un agente de negocios muy conocido en Madrid. En otros tiempos desempeñó cargos de importancia en la Administración: fue primero cónsul; después agregado de embajada; más tarde el matrimonio le obligó a fijarse en la corte; sirvió algún tiempo en Hacienda, protegido y alentado por Bravo Murillo, y al fin las necesidades de su familia lo estimularon a trocar la mezquina seguridad de un sueldo por las aventuras y esperanzas del trabajo libre. Tenía moderada ambición, rectitud, actividad inteligencia, muchas relaciones; dedicó a agenciar asuntos diversos, y al poco tiempo de andar en es- tos trotes se felicitaba de ello y de haber dado carpetazo a los expedientes. De ellos vivía, no obstante, que eran demasiado pronto, y estabas siempre tan al borde de la desesperación en el centro mismo de la alegría y del desenfado, había tanta niebla en tu corazón desconcertado. Impulsando a los que se estacionaban en las mesas, no, conmigo no podías contar para eso, tu mesa era tu mesa y yo no te ponía ni te quitaba de ahí, te miraba simplemente leer tus novelas y examinar las tapas y las ilustraciones de tus plaquetas, y vos esperabas que yo me sentara a tu lado y te explicara, te alentara, hiciera lo que toda mujer espera que un hombre haga con ella, le arrolle despacito un piolín en la cintura y zás la mande zumbando y dando vueltas, le dé el impulso que la arranque a su tendencia a tejer pulóvers o a hablar, hablar, interminablemente hablar de las mu- chas materias de la nada. Mirá si soy monstruoso, qué tengo yo para jactarme, ni a vos te tengo ya porque estaba bien decidido que tenía que perderte (ni siquiera perderte, antes hubiera tenido que ganarte), lo que en verdad era poco lisonjero para un hombre que... Lisonjero, desde quién sabe cuándo no oía esa palabra, cómo se nos empobrece el lenguaje a los criollos, de chico yo tenía presentes mu- chas más palabras que ahora, leía esas mismas no- velas, me adueñaba de un inmenso vocabulario perfectamente inútil por lo demás, pulcro y distinguidísimo, eso sí. Me pregunto si verdaderamente te me- tías en la trama de esta novela, o si te servía de trampolín para irte por ahí, a tus países misteriosos que yo te envidiaba vanamente mientras vos me envidiabas mis visitas al Louvre, que debías sospechar aunque no dijeras nada. Y así nos íbamos acercando a esto que tenía que ocurrirnos un día cuan- do vos comprendieras plenamente que yo no te iba a dar más que una parte de mi tiempo y de mi vida, y de diluir fatigosamente sus relatos, exactamente esto, me pongo pesado hasta cuando hago memoria. Pero qué hermosa estabas en la ventana, con el gris del cielo posado en una mejilla, las manos teniendo el libro, la boca siempre un poco ávida, los ojos dudosos. Había tanto tiempo perdido en vos, eras de tal manera el molde de lo que hubieras podido ser bajo otras estrellas, que tomarte en los brazos y hacerte el amor se volvían una tarea demasiado tierna, demasiado lindante con la obra pía, y ahí me engañaba yo, me dejaba caer en el imbécil orgullo del intelectual que se cree equipado para entender (¿llorando a moco y baba?, pero es sencillamente asqueroso como expresión).Equipado para entender, después, llamaba esto sólo a mi tío la Verónica.
Mostrábame afecto sincero, y en los primeros días de mi residencia en Madrid no se apartaba de mí para asesorarme en todo lo relativo a mi instalación y ayudarme en mil cosas. Cuando hablábamos de la familia y sacaba yo a relucir re cuerdos de mi infancia o anécdotas de mi padre, entrábale al buen tío como una desazón nerviosa, un entusiasmo febril por las grandes personalidades que ilustraron el apellido de Bueno de Guzmán y sacando el pañuelo me refería historias que no tenían término. Conceptuábame como el último re presentante masculino de una raza fecunda en caracteres, y me acariciaba y mimaba como a un chiquillo, a pesar de mis treinta y seis años. ¡Pobre tío! En esas demostraciones afectuosas que aumentaban considerablemente el manantial de sus ojos, descubría yo una pena secreta y agudísima, espina clavada en el corazón de aquel excelente hombre. No sé cómo pude hacer este descubrimiento: pero tenía certidumbre de la disimulada herida como si la hubiera visto con mis ojos y toca- do con mis dedos. Era un desconsuelo profundo, abrumador, el sentimiento de no verme casado con una de sus tres hijas; contrariedad irremediable, por- que sus tres hijas, ¡ay, dolor! estaban ya casadas.
Y las cosas que lee, una novela, mal escritas, para colmo una edición infecta, uno se pregunta cómo
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