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Muerte En Venecia


Enviado por   •  5 de Abril de 2014  •  23.227 Palabras (93 Páginas)  •  183 Visitas

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THOMAS

MANN

LA MUERTE EN

VENECIA

LAS TABLAS DE LA LEY

PLAZA&JANES,S.A.

2

Títulos originales:

Der Tod im Venedig

Die gesetzestafeln Mose

Traducciones de

Martín Rivas

Raúl Schiaffino

Diseño de la

colección

y portada

de Jordi

Sánchez

Primera edición en esta

colección: Octubre, 1982

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LA MUERTE

EN

VENECIA

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Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo

Aschenbach a partir de la celebración de su

cincuentenario, salió de su casa de la calle

del Príncipe Regente, en Munich, para dar un

largo paseo solitario, una tarde primaveral del

año 19... La primavera no se había mostrado

agradable. Sobreexcitado por el difícil y esforzado

trabajo de la mañana, que le exigía extrema

preocupación, penetración y escrúpulo

de su voluntad, el escritor no había podido detener,

después de la comida, la vibración interna

del impulso creador, de aquel motus animi

continuus en que consiste, según Cicerón, la

raíz de la elocuencia. Tampoco había logrado

conciliar el sueño reparador, que le iba siendo

cada día más necesario, a medida que sus fuerzas

se gastaban. Por eso, después del té, había

salido, con la esperanza de que el aire y el movimiento

lo restaurasen, dándole fuerzas para

trabajar luego con fruto.

Principiaba mayo, y, tras unas semanas de

frío y humedad, había llegado un verano prematuro.

El «Englischer Garten» tenía la claridad

de un día de agosto, a pesar de que los árboles

apenas estaban vestidos de hojas. Las cercanías

de la ciudad se inundaban de pasean5

tes y carruajes. En Anmeister, adonde

había llegado por senderos cada vez más

solitarios, se detuvo un instante para

contemplar la animación popular de los

merenderos, ante los cuales habían parado

algunos coches. Desde allí, y cuando el

sol comenzaba ya a ponerse, salió del

parque atravesando los campos. Después,

sintiéndose cansado, como el cielo

amenazase tormenta del lado de Foehring,

se quedó junto al Cementerio del Norte

esperando el tranvía, que le llevaría de

nuevo a la ciudad, en línea recta.

No había nadie, cosa extraña, ni en la

parada del tranvía ni en sus alrededores.

Ni por la calle de Ungerer, en la cual los

rieles solitarios se tendían hacia

Schwalimg. Ni por la carretera de Foehring

se veía venir coche niguno. Detrás de las

verjas de los marmolistas, ante las cuales

las cruces, lápidas y monumentos

expuestos a la venta formaban un segundo

cementerio, no se movía nada. El

bizantino pórtico del cementerio, se erguía

silencioso, bri llando al resplandor del día

expirante. Además de las cruces griegas y

de los signos hieráticos pintados en colores

claros, veíanse en el pór tico inscripciones

en letras doradas, ordenadas

simétricamente, que se referían a la otra

vida, tales como «Entráis en la morada de

Dios» o «Que la luz eterna os ilumine».

Aschenbach se entretuvo durante algunos

minutos leyendo las inscripciones y

dejando que su mirada ideal se perdiese en

el misticismo de que estaba penetrada,

cuando de pronto, saliendo de su ensueño,

advirtió en el pórtico, entre las dos bes tias

apocalípticas que vigilaban la escalera de

piedra, a un hombre de aspecto nada vulgar

que dio a sus pensamientos una dirección

totalmente distinta.

¿Había salido de adentro por la puerta

de bronce, o había subido por fuera sin

que As6

chenbach lo notase? Sin dilucidar

profundamente la cuestión, Aschenbach se

inclinaba, sin embargo, a lo primero. De

mediana estatura, enjuto, lampiño y de

nariz muy aplastada, aquel hombre

pertenecía al tipo pelirrojo, y su tez era

lechosa y llena de pecas. Indudablemente,

no podía ser alemán, y el amplio sombrero

de fieltro de alas rectas que cubría su

cabeza le daba un aspecto exótico de

hombre de tierras remotas. Contribuían a

darle ese aspecto la mochila sujeta a los

hombros por unas correas, un cinturón de

cuero amarillo, una capa de montaña,

pendiente de su brazo izquierdo, y un

bastón con punta de hierro, sobre el cual

apoyaba la cadera.

Tenía la cabeza erguida, y en su flaco

cuello, saliendo de la camisa deportiva,

abierta, se destacaba la nuez, fuerte y

desnuda. Miraba a lo lejos con ojos

inexpresivos, bajo las cejas rojizas, entre

las cuales había dos arrugas verticales,

enérgicas, que contrastaban singularmente

con su nariz aplastada. Así —quizá

contribuyera a producir esta impresión el

verlo colocado en alto— su gesto tenía

algo de dominador, atrevido y violento. Y

sea que se tratase de una deformación

fisonómica permanente, o que,

deslumhrado por el sol crepuscular,

hiciese muecas nerviosas, sus labios

parecían demasiado cortos, y no llegaban a

cerrarse sobre los dientes, que resaltaban

blancos y largos, descubiertos hasta las

encías.

¿Aschenbach pecaba de indiscreción al

observar así al desconocido en forma un

tanto distraída y al mismo tiempo

inquisitiva? En todo caso, de pronto notó

que le devolvía su mirada de un modo tan

agresivo, cara a cara, tan abiertamente

resuelto a llevar la cosa al último

extremo, tan desafiadoramente, que Aschenbach

se apartó con una impresión

penosa, comenzando a pasear a lo largo

de las verjas,

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decidido a no volver a fijar su atención en aquel

hombre. En efecto, minutos después lo había

olvidado. Pero, bien porque el aspecto errante

del desconocido hubiera impresionado su fantasía,

o por obra de cualquier otra influencia

física o espiritual, lo cierto es que de pronto advirtió

una sorprendente ilusión en su alma, una

especie de inquietud aventurera, un ansia juvenil

hacia lo lejano, sentimientos tan vivos, tan

nuevos o, por lo menos, tan remotos, que se

detuvo, con

...

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