Novela La Fuerza De La Sangre
Enviado por vampiconeja • 9 de Abril de 2013 • 7.638 Palabras (31 Páginas) • 1.025 Visitas
Novela: La fuerza de la sangre
de Miguel de Cervantes Saavedra
Una noche de las calurosas del verano, volvían de recrearse del río en Toledo un anciano hidalgo con su mujer, un niño pequeño, una hija de edad de diez y seis años y una criada. La noche era clara; la hora, las once; el camino, solo, y el paso, tardo, por no pagar con cansancio la pensión que traen consigo las holguras que en el río o en la vega se toman en Toledo.
Con la seguridad que promete la mucha justicia y bien inclinada gente de aquella ciudad, venía el buen hidalgo con su honrada familia, lejos de pensar en desastre que sucederles pudiese. Pero, como las más de las desdichas que vienen no se piensan, contra todo su pensamiento, les sucedió una que les turbó la holgura y les dio que llorar muchos años.
Hasta veinte y dos tendría un caballero de aquella ciudad a quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres, le hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban renombre de atrevido. Este caballero, pues (que por ahora, por buenos respectos, encubriendo su nombre, le llamaremos con el de Rodolfo), con otros cuatro amigos suyos, todos mozos, todos alegres y todos insolentes, bajaba por la misma cuesta que el hidalgo subía.
Encontráronse los dos escuadrones: el de las ovejas con el de los lobos; y, con deshonesta desenvoltura, Rodolfo y sus camaradas, cubiertos los rostros, miraron los de la madre, y de la hija y de la criada. Alborotóse el viejo y reprochóles y afeóles su atrevimiento. Ellos le respondieron con muecas y burla, y, sin desmandarse a más, pasaron adelante. Pero la mucha hermosura del rostro que había visto Rodolfo, que era el de Leocadia, que así quieren que se llamase la hija del hidalgo, comenzó de tal manera a imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad y despertó en él un deseo de gozarla a pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen. Y en un instante comunicó su pensamiento con sus camaradas, y en otro instante se resolvieron de volver y robarla, por dar gusto a Rodolfo; que siempre los ricos que dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos. Y así, el nacer el mal propósito, el comunicarle y el aprobarle y el determinarse de robar a Leocadia y el robarla, casi todo fue en un punto.
Pusiéronse los pañizuelos en los rostros, y, desenvainadas las espadas, volvieron, y a pocos pasos alcanzaron a los que no habían acabado de dar gracias a Dios, que de las manos de aquellos atrevidos les había librado.
Arremetió Rodolfo con Leocadia, y, cogiéndola en brazos, dio a huir con ella, la cual no tuvo fuerzas para defenderse, y el sobresalto le quitó la voz para quejarse, y aun la luz de los ojos, pues, desmayada y sin sentido, ni vio quién la llevaba, ni adónde la llevaban. Dio voces su padre, gritó su madre, lloró su hermanico, arañóse la criada; pero ni las voces fueron oídas, ni los gritos escuchados, ni movió a compasión el llanto, ni los araños fueron de provecho alguno, porque todo lo cubría la soledad del lugar y el callado silencio de la noche, y las crueles entrañas de los malhechores.
Finalmente, alegres se fueron los unos y tristes se quedaron los otros. Rodolfo llegó a su casa sin impedimento alguno, y los padres de Leocadia llegaron a la suya lastimados, afligidos y desesperados: ciegos, sin los ojos de su hija, que eran la lumbre de los suyos; solos, porque Leocadia era su dulce y agradable compañía; confusos, sin saber si sería bien dar noticia de su desgracia a la justicia, temerosos no fuesen ellos el principal instrumento de publicar su deshonra. Veíanse necesitados de favor, como hidalgos pobres. No sabían de quién quejarse, sino de su corta ventura. Rodolfo, en tanto, sagaz y astuto, tenía ya en su casa y en su aposento a Leocadia; a la cual, puesto que sintió que iba desmayada cuando la llevaba, la había cubierto los ojos con un pañuelo, porque no viese las calles por donde la llevaba, ni la casa ni el aposento donde estaba; en el cual, sin ser visto de nadie, a causa que él tenía un cuarto aparte en la casa de su padre, que aún vivía, y tenía de su estancia la llave y las de todo el cuarto (inadvertencia de padres que quieren tener sus hijos recogidos), antes que de su desmayo volviese Leocadia, había cumplido su deseo Rodolfo; que los ímpetus no castos de la mocedad pocas veces o ninguna reparan en comodidades y requisitos que más los inciten y levanten. Ciego de la luz del entendimiento, a escuras robó la mejor prenda de Leocadia; y, como los pecados de la sensualidad por la mayor parte no tiran más allá la barra del término del cumplimiento dellos, quisiera luego Rodolfo que de allí se desapareciera Leocadia, y le vino a la imaginación de ponella en la calle, así desmayada como estaba. Y, yéndolo a poner en obra, sintió que volvía en sí, diciendo:
-¿Adónde estoy, desdichada? ¿Qué escuridad es ésta, qué tinieblas me rodean? ¿Estoy en el limbo de mi inocencia o en el infierno de mis culpas? ¡Jesús!, ¿quién me toca? ¿Yo en cama, yo lastimada? ¿Escúchasme, madre y señora mía? ¿Óyesme, querido padre? ¡Ay sin ventura de mí!, que bien advierto que mis padres no me escuchan y que mis enemigos me tocan; venturosa sería yo si esta escuridad durase para siempre, sin que mis ojos volviesen a ver la luz del mundo, y que este lugar donde ahora estoy, cualquiera que él se fuese, sirviese de sepultura a mi honra, pues es mejor la deshonra que se ignora que la honra que está puesta en opinión de las gentes. Ya me acuerdo (¡que nunca yo me acordara!) que ha poco que venía en la compañía de mis padres; ya me acuerdo que me saltearon, ya me imagino y veo que no es bien que me vean las gentes. ¡Oh tú, cualquiera que seas, que aquí estás conmigo (y en esto tenía asido de las manos a Rodolfo), si es que tu alma admite género de ruego alguno, te ruego que, ya que has triunfado de mi fama, triunfes también de mi vida! ¡Quítamela al momento, que no es bien que la tenga la que no tiene honra! ¡Mira que el rigor de la crueldad que has usado conmigo en ofenderme se templará con la piedad que usarás en matarme; y así, en un mismo punto, vendrás a ser cruel y piadoso!
Confuso dejaron las razones de Leocadia a Rodolfo; y, como mozo poco experimentado, ni sabía qué decir ni qué hacer, cuyo silencio admiraba más a Leocadia, la cual con las manos procuraba desengañarse si era fantasma o sombra la que con ella estaba. Pero, como tocaba cuerpo y se le acordaba de la fuerza que se le había hecho, viniendo con sus padres, caía en la verdad del cuento de su desgracia. Y con este pensamiento tornó a añudar las razones que los muchos sollozos y suspiros habían interrumpido, diciendo:
-Atrevido mancebo, que de poca edad
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