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Papelucho En La Clinica


Enviado por   •  27 de Agosto de 2014  •  23.197 Palabras (93 Páginas)  •  345 Visitas

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Marcela Paz

Papelucho en la

Clínica

I

Y ahora si que casi no escribo nunca más mi Diario. Porque por culpa

del Casimiro casi muero.

Yo estaba en la Clínica acompañando a mi mamá y a mi hermana de

un día, y mientras ellas dormían estaba obligado a pasearme por el famoso

pasillo. Eran puras puertas iguales, todas cerradas, todas blancas y con

números.

Tantas puertas iguales dan sueño y aburrimiento o si no una

curiosidad tremenda. Entonces inventé un juego para no quedarme

dormido. Cerraba los ojos y caminaba ciego hasta una puerta. La abría y al

abrirla abría también los ojos. El juego era adivinar si el enfermo era

hombre o mujer y si era quebrado o no. Los enfermos eran casi todos

viejos o señoras con guagua y yo les decía disculpe y cerraba otra vez la

puerta.

Resulta que en el número 15 había un niño como yo y estaba solo y me

convidó a entrar. Y era el Casimiro.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Estoy en Observación —me dijo.

—¿Es grave?

—No me quieren decir nada hasta que llegue mi papá que viene de

Osorno.

—Así que ¿tú no tienes a nadie aquí?

—No. Estaba en el colegio y me enfermé y el médico y el Rector me

trajeron a la clínica a hacer exámenes mientras viene mi papá...

—La cuestión es que no te mueras hasta que él llegue... —le dije.

Y así conversando y conversando nos pusimos a jugar y él inventó que

hiciéramos las «cambiaditas» Y el cambio era que yo me metiera en la cama

de él y él se vistiera con mi ropa. Y justo cuando yo me había metido en su

cama con su pijama, abren la puerta y nos pillan jugando.

Era una enfermera con cara de «no me haga perder tiempo» y sin decir

palabra, tac me clavó una inyección en el brazo que ni sentí el pinchazo.

Casi y yo nos miramos un poco asustados, pero después nos dio risa,

sobre todo cuando la enfermera me levantó la ropa y me untó todo el cuerpo

con una cosa color café y me tapó con una tremenda gas y algodones como

si fuera un herido. Y antes de poder preguntarle nada, ya se había ido.

Casi y yo nos reíamos por haber engañado a esa enfermera tan creída y

Casi se veía recómico con mi ropa y estábamos de lo mejor riéndonos,

cuando de nuevo se abrió la puerta y entró otra enfermera con la ídem de la

inyección y sin decir palabra pescaron el catre mío (el de Casi) y lo sacaron

como si fuera un carretón.

Yo me iba muriendo de risa y el Casi se quedó con la boca abierta, pero

a medida que pasábamos por los pasillos a todo escape y me metieron con

catre y todo en un ascensor, me comenzó a dar un susto de no sé qué. Y

mientras bajábamos, me enderecé en el catre y quise explicar, pero la

enfermera me sujetó, me echó atrás y me dijo: Quietecito y calladito y no

me dejó ni hablar.

Dice el Casi él corrió detrás para explicar, pero le dieron un empujón y

lo dejaron fuera del ascensor y ni supo más de mí.

Cuando yo vi que entrábamos en el otro piso a un lugar lleno de puertas

anchas y un letrero que decía «Prohibida Estrictamente la Entrada», y otro

«Pabellón de Operaciones», me dio un tilimbre en el estómago y pensé

gritar. Pero justo en ese momento me vino una borrachera y un sueño raro

con música de fondo y todas las caras se borraban y flotaban y era como la

muerte.

Y dice el Casi él subió todos los pisos por la escalera y preguntaba por

mí y por su catre y al fin supo que me estaban operando. Y entonces se

acordó de que él tenía Apendicitis y se dio cuenta que me estarían

operando a mí de su apéndice.

Y era una confusión tremenda para él, porque ni siquiera sabía

quién era yo y si me moría, ¿a quién le iba a avisar? Y tampoco se

atrevía a decir lo del cambio, porque le daba una cosa terrible pensar

que le hicieran a él lo que me estaban haciendo a mí, y sin permiso

de su papá que no llegaba todavía de Osorno. Así que por fin decidió

irse de la Clínica antes que lo pescaran y se volvió al colegio. Y

cuando lo vieron entrar el portero le preguntó:

—¿Y ya no se opera, joven?

—No —le dijo él.

Y el Rector le dijo:

—¿Te dieron de alta, Silva?

—Sí, señor —y entró no más a clase.

Pero dice que todo el tiempo estaba pensando en su operación y en

su Apéndice que me habían sacado a mí, y ni siquiera se atrevía a comer

de miedo al otro ataque ni tampoco se atrevía a contarle a nadie las

cosas.

Por fin en la noche decidió contarle todo a su papá cuando llegara y

también se juró regalarme su bicicleta y así se pudo dormir.

Resulta que mientras tanto en la Clínica mi mamá se despertó y

me mandó llamar con la enfermera y nadie me pudo encontrar.

Cuando llegó el papá ella le contó que me había ido a Concón, a casa,

pero cuando él se volvió en la noche y no me encontró allá empezó la

pesquisa. Y se fue a la Policía, y a la Parroquia, y a la Caleta de

pescadores y, por fin, a los autopatrullas.

Parece que la pesquisa duró toda la noche y pienso que los faros

buscaban en el mar y las Radios decían: «¡Atención, atención señores

auditores. Se ha perdido un niño de pantalón café y camiseta, etc.»

Resulta que el papá estaba amargado al otro día con la cabeza

grande de ideas y sin ninguna noticia.

Entretanto, yo desperté en la cama del 15 sin saber de dónde

venía y era de una parte muy lejos y también de ese «lejos» se venía

acercando un dolor de estómago.

Había una enfermera al lado que me decía todo el tiempo:

«Quietecito»

Por fin, poco a poco, me empecé a acordar del Casi, de la

inyección, del paseo en catre, del letrero: Pabellón, etc. Y traté de

explicarle:

—Es una equivocación —le dije—. Yo no soy el que van a operar.

Soy solamente el amigo.

—Pobrecito —dijo la enfermera—, delira todavía con la anestesia.

—No estoy delirando nada —le

...

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