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Primer Capitulo La Casa De Los Espíritus


Enviado por   •  23 de Mayo de 2013  •  14.556 Palabras (59 Páginas)  •  532 Visitas

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Capítulo I

Barrabás

llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada

caligrafía. Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde,

cuando se quedó muda, escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta

años después, sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para

sobrevivir a mi propio espanto. El día que llegó

Barrabás

era jueves Santo. Venía en

una jaula indigna, cubierto de sus propios excrementos y orines, con una mirada

extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se adivinaba -por el porte real de

su cabeza y el tamaño de su esqueleto- el gigante legendario que llegó a ser. Aquél

era un día aburrido y otoñal, que en nada presagiaba los acontecimientos que la niña

escribió para que fueran recordados y que ocurrieron durante la misa de doce, en la

parroquia de San Sebastián, a la cual asistió con toda su familia. En señal de duelo, los

santos estaban tapados con trapos morados, que las beatas desempolvaban

anualmente del ropero de la sacristía, y bajo las sábanas de luto, la corte celestial

parecía un amasijo de muebles esperando la mudanza, sin que las velas, el incienso o

los gemidos del órgano, pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Se erguían

amenazantes bultos oscuros en el lugar de los santos de cuerpo entero, con sus

rostros idénticos de expresión constipada, sus elaboradas pelucas de cabello de

muerto, sus rubíes, sus perlas, sus esmeraldas de vidrio pintado y sus vestuarios de

nobles florentinos. El único favorecido con el luto era el patrono de la iglesia, san

Sebastián, porque en Semana Santa le ahorraba a los fieles el espectáculo de su

cuerpo torcido en una postura indecente, atravesado por media docena de flechas,

chorreando sangre y lágrimas, como un homosexual sufriente, cuyas llagas,

milagrosamente frescas gracias al pincel del padre Restrepo, hacían estremecer de

asco a Clara.

Era ésa una larga semana de penitencia y de ayuno, no se jugaba baraja, no se

tocaba música que incitara a la lujuria o al olvido, y se observaba, dentro de lo posible,

la mayor tristeza y castidad, a pesar de que justamente en esos días, el aguijonazo del

demonio tentaba con mayor insistencia la débil carne católica. El ayuno consistía en

suaves pasteles de hojaldre, sabrosos guisos de verdura, esponjosas tortillas y grandes

quesos traídos del campo, con los que las familias recordaban la Pasión del Señor,

cuidándose de no probar ni el más pequeño trozo de carne o de pescado, bajo pena de

excomunión, como insistía el padre Restrepo. Nadie se habría atrevido a

desobedecerle. El sacerdote estaba provisto de un largo dedo incriminador para

apuntar a los pecadores en público y una lengua entrenada para alborotar los

sentimientos.

-¡Tú, ladrón que has robado el dinero del culto! -gritaba desde el púlpito señalando

a un caballero que fingía afanarse en una pelusa de su solapa para no darle la cara-.

¡Tú, desvergonzada que te prostituyes en los muelles! -y acusaba a doña Ester Trueba,

inválida debido a la artritis y beata de la Virgen del Carmen, que abría los ojos

sorprendida, sin saber el significado de aquella palabra ni dónde quedaban los

muelles-. ¡Arrepentíos, pecadores, inmunda carroña, indignos del sacrificio de Nuestro

Señor! ¡Ayunad! ¡Haced penitencia

Llevado por el entusiasmo de su celo vocacional, el sacerdote debía contenerse para

no entrar en abierta desobediencia con las instrucciones de sus superiores

eclesiásticos, sacudidos por vientos de modernismo, que se oponían al cilicio y a la

flagelación. Él era partidario de vencer las debilidades del alma con una buena azotaina

de la carne. Era famoso por su oratoria desenfrenada. Lo seguían sus fieles de

parroquia en parroquia, sudaban oyéndolo describir los tormentos de los pecadores en

el infierno, las carnes desgarradas por ingeniosas máquinas de tortura, los fuegos

eternos, los garfios que traspasaban los miembros viriles, los asquerosos reptiles que

se introducían por los orificios femeninos y otros múltiples suplicios que incorporaba en

cada sermón para sembrar el terror de Dios. El mismo Satanás era descrito hasta en

sus más íntimas anomalías con el acento de Galicia del sacerdote, cuya misión en este

mundo era sacudir las conciencias de los indolentes criollos.

Severo del Valle era ateo y masón, pero tenía ambiciones políticas y no podía darse

el lujo de faltar a la misa más concurrida cada domingo y fiesta de guardar, para que

todos pudieran verlo. Su esposa Nívea prefería entenderse con Dios sin intermediarios,

tenía profunda desconfianza de las sotanas y se aburría con las descripciones del cielo,

el purgatorio y el infierno, pero acompañaba a su marido en sus ambiciones

parlamentarias, en la esperanza de que si él ocupaba un puesto en el Congreso, ella

podría obtener el voto femenino, por el cual luchaba desde hacía diez años, sin que sus

numerosos embarazos lograran desanimarla. Ese Jueves Santo el padre Restrepo había

llevado a los oyentes al límite de su resistencia con sus visiones apocalípticas y Nívea

empezó a sentir mareos. Se preguntó si no estaría nuevamente encinta. A pesar de los

lavados con vinagre y las esponjas con hiel, había dado a luz quince hijos, de los

cuales todavía quedaban once vivos, y tenía razones para suponer que ya estaba

acomodándose en la madurez, pues su hija Clara, la menor, tenía diez años. Parecía

que por fin había cedido el ímpetu de su asombrosa fertilidad. Procuró atribuir su

malestar al momento del sermón del padre Restrepo cuando la apuntó para referirse a

los fariseos que pretendían legalizar a los bastardos y al matrimonio civil,

desarticulando a la familia, la patria, la propiedad y la Iglesia, dando a las mujeres la

misma posición que a los hombres, en abierto desafío a la ley de Dios, que en ese

aspecto era muy precisa. Nívea y Severo ocupaban, con sus hijos, toda la tercera

hilera de bancos. Clara estaba sentada al lado de su madre y ésta le apretaba la mano

con impaciencia cuando el discurso del sacerdote se extendía demasiado en los

pecados de la carne, porque sabía que eso inducía a la pequeña a visualizar

aberraciones

...

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