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Sharita y Sopechoso


Enviado por   •  2 de Abril de 2023  •  Apuntes  •  2.711 Palabras (11 Páginas)  •  50 Visitas

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Sharita y Sopechoso

Al final le dijo que la amaba. Se lo escupió sin atenuantes, sin fijarse ya en escoger las palabras adecuadas. Se lo dijo casi con bronca, casi como si ella tuviera la culpa. Bueno, se dijo Damián… alguna culpa le cabría por ese amor que a él hacía semanas le quemaba las entrañas.

Ella lo miró como incrédula. Con sus grandes ojos negros muy abiertos. Las mejillas se le encendieron en un rojo incandescente y se echó a temblar como una hoja. Él supo que no tenía más salida que seguir hasta el final, y por eso habló hasta quedar exánime, hasta que la voz se le estranguló por la emoción y por el miedo, hasta que se cohibió en la contemplación de la metamorfosis del rostro hermoso de ella, que viró del asombro a la incredulidad, y de la incredulidad a la furia.

El cachetazo que sobrevino entonces terminó por parecerle natural, porque la cara de ella daba para eso o para cualquier otra forma de castigo. Enseguida, como para nutrir aún más a la bestia de su desamparo, ella se acomodó la cartera y se trepó al metro que venía repleto. Para colmo desde el estribo dio vuelta la cara y lo miró con los ojos llenos de lágrimas. No hacía falta ser un genio para advertir que no iba a perdonarlo nunca.

Muchas veces, en las infinitas noches malgastadas en urdir el modo de decírselo, había tratado de representarse a sí mismo en el instante posterior a haberlo hecho. Casi nunca lograba hacerse la idea. Hablarle le parecía algo tan difícil, tan improbable, que el minuto siguiente a haberlo conseguido se le antojaba de otro mundo; un minuto para ser vivido en otro planeta.

Una vez que constató que seguía con vida, que no había muerto de vergüenza ni de pánico ni de desesperación en la empresa, trató de pensar de nuevo el universo en torno suyo. Alrededor todo era igual, a qué negarlo. Granada estaba por todos lados, pero casi no importaba. El cielo estaba encapotado de nubes bajas y pesadas. Damián casi sintió un pinchazo ligero de bronca, una sensación de injusticia por esa indiferencia rotunda para con su tormento en carne viva.

Con pasos de autómata abandonó el metro y caminó por Av. de la Constitución hasta los Jardines del Triunfo. Ella seguía poblando sus pensamientos con una premura irrenunciable. Su imagen de llanto en el estribo, su rostro dolido y rabioso y desencantado se le imponían de un modo mucho mayor que el tamaño que cobraba su propia desventura.

En una de esas tardes de café que pactaban a menudo ella le había contado, con naturalidad, que se casaba en febrero. Como él sabía que tarde o temprano llegaría el día en que ella tendría que arrojarle esa montaña sobre la cabeza, consiguió que el cataclismo de su alma pasase casi inadvertido. Armándose de valor, hasta tuvo la hombría de formular las preguntas consabidas: que cuándo, que, en qué iglesia, que la fiesta dónde, que la luna de miel en qué lugar y otras por el estilo. Las tres noches siguientes, que pasó tumbado en la cama sin pegar un ojo, trató de convencerse de que mejor, de que ya era hora, de que el tal Fulano no era mal tipo, de que ese iba a ser tal vez el único modo de obligarse a perderla y olvidarla.

Se vieron varias veces desde entonces. Habría sido sospechoso que él evitara sus encuentros. ¿No le decía ella, siempre, que él era su mejor amigo? ¿No se habían burlado juntos, cien veces, de los que negaban la posibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer? ¿No se habían reído siempre en sus encuentros de los chimentos que los unían en romances de todo tipo?

Para Damián esos fueron cuatro meses macabros, pero los soportó a pie firme. Se encontraban en el café de siempre, en el Bajo, y la dejaba hablar de la modista, del ramo de novia, del buffet froid, del costo por cubierto, de las rencillas surgidas en torno a la lista de invitados. Él se asombró, en ese lapso, de cuántas cosas era capaz de soportar sin gritarle que se callara, que lo dejara en paz, que dejara de martirizarlo con esos punzones afilados que le desgarraban las entrañas.

Pero el lunes, cuando ella llamó para citarlo para la antevíspera del civil, sintió que era demasiado. Trató de decirle que no, que no podía de ninguna manera, que mejor se veían directamente el día de la iglesia, porque al civil también iba a serle imposible acudir. Pero ella, como siempre, se las ingenió para desbaratarle las intenciones y vencerle las resistencias, y al final se escuchó a sí mismo pactando otro de esos encuentros del demonio en el café Tostadero para el jueves a la tarde. Ella llegó con su impuntualidad de siempre, declamando que debía partir en diez minutos al encuentro de la modista, pero se pasó la siguiente hora y media atorada en su monólogo florido. Igual estaba rara. Damián supuso que era natural y que todas las mujeres se ponían así en los días previos a casarse.

Intentó escucharla con la buena disposición de siempre. Pero por más que trataba, lo corroía la idea de que desde la mañana del viernes siguiente ella iba a serle fatal y perpetua y definitivamente ajena, sin que él fuese capaz de enarbolar gesto alguno capaz de evitarlo. Porque era evidente, se decía, que jamás conseguiría vencer su propia cobardía. ¿Para qué traerle un problema, una desilusión? ¿Para qué ofenderla, inmiscuirse de contrabando en su existencia, traicionar la linda amistad que los unía, obligarla a rechazarlo, a decirle lo lamento, yo no sabía, jamás me hubiese imaginado? ¿Para qué forzarla a poner cara de compasión, cara de te entiendo pobrecito Damián, cómo puedo ayudarte a que te olvides?

Atragantado de dolor y de rabia consigo mismo, casi le agradeció en voz alta cuando ella por fin hizo silencio, después de narrarle un principio de conflicto felizmente resuelto entre sus testigos de la iglesia y del civil, zanjado por la angelical intervención de Marta. Damián tiró el último pedacito del sobre de azúcar en la borra del pocillo, mientras ella miraba el reloj sobre la barra. Llamó al mozo, pagó y salieron a la calle. Como siempre, se ofreció a acompañarla hasta el metro, y ella accedió sonriendo. Sin embargo, su locuacidad parecía haberse evaporado.

Damián empezó a sentirse mal del estómago. Había confiado en que los últimos minutos de ese tormento asirio pasaran en el torbellino de su charla infatigable. Pero en lugar de eso, ambos caminaban silenciosos por el Bajo, ella mirándose los pies, y él con la vista clavada en el vacío, buscando en su interior algún despojo de resignación o de valentía.

“Ya llegamos”, dijo ella. En el refugio esperaba solamente una señora gorda. Él, automáticamente, bajó el cordón y se paró en la orilla de la calle. Era algo que siempre hacía. Por empezar, era bastante más alto que ella, y al descender esos centímetros sus ojos podían encontrar muy cerca los de ella. Y además, cuando algún auto pasaba cerca de la vereda, Ángela instintivamente, aunque siguieran la conversación sin inmutarse, estiraba el brazo y le capturaba el suyo, atrayéndolo sin violencia hacia un lugar más seguro; y ese gesto de cuidado e intimidad a él le entibiaba las angustias.

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