Sofia De Alos Presagiios
Enviado por kellyn81 • 12 de Junio de 2013 • 1.953 Palabras (8 Páginas) • 341 Visitas
Entre sollozos dice que su padre es Sabino y su madre Demetria. No sabe de dónde vienen, ni para dónde van. Eulalia la mira. La niña tiene ojos de almendra, nariz recta y un pelo negro tupido y crespo. Es morena lavada. Bonita la muchachita, piensa, pobrecita. De la mano de Eulalia, Sofía recorre el pueblo, pero ni su madre ni su padre están por ninguna parte. Ella no puede entender que la madre la haya dejado. Su padre es otra cosa, pero su madre siempre se ha preocupado por ella. Regresan a la casa de Eulalia y la niña llora y está cansada.
Habrá que llamar a la policía, piensa la vieja, avisar que busquen a los gitanos. La niña se duerme al rato sobre la tijera de lona.
Eulalia sale sin hacer ruido y se cruza a la casa del alcalde, al otro lado de la calle. El alcalde está con don Ramón, el hacendado más rico de la zona. Cafetalero de altas polainas. Viudo. Todos lo quieren; su riqueza no inspira resentimientos porque es un hombre justo. Avisarán a Managua, dicen, y al poco rato todo el pueblo sabe lo de la niña.
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Se comenta en todas las casas: desnaturalizados, dicen, malos padres esos que abandonaron a su hija y pobrecita la muchachita y la quieren ver, la miran y le ofrecen hojuelas, dulce de alfeñique, elotes cocidos cuando la niña sale por la tarde y camina por el pueblo asomándose a las puertas de las casas.
Algunos se apartan y apartan a sus hijos de las puertas, les prohíben acercarse a la niña. Mal agüero, presagio extraño esa gitana apareciendo de la nada entre ellos. Parece cosa del diablo.
A la semana, el alcalde llama a Eulalia. Se hace concejo con los más viejos del pueblo, los más sabios. Los padres no han aparecido. En Masaya hay rumores de que se ha vuelto a ver la Carreta Nagua —la mujer fantasma que llora a los hijos perdidos—; en Chinandega se tuvo noticias del paso de los gitanos hacia El Salvador. Dicen que un gitano borracho se quiso robar una niña en el parque. Eso es todo.
—Pusimos anuncios en el periódico —dice don Ramón—, anuncios en las radios, avisamos a los bomberos por si llegaba alguien a buscar una niña perdida... nada.
—Nunca volverán —afirma misteriosa doña Carmen, cuyas predicciones mágicas respetan.
Se miran todos en silencio. Se mecen en las altas butacas de balancines de la casa del alcalde. La Eulalia no sabe por qué está contenta. Finge preocupación, pena, pero siente que la presión le está subiendo de pura excitación. Si no fuera porque sería incorrecto alegrarse, hasta podría subir al mirador y darle gracias a la Virgen de la ermita; besarle los piececitos romos de tanta caricia devota. Pero en el círculo de silencio, alguien más se alegra: el viudo don Ramón piensa que él podrá educarla, tener al fin la hija que tanto deseó, darle todo. Su corazón es muy grande para él sólo.
—¿Qué hacemos? —dice por fin el alcalde.
—Yo me puedo hacer cargo de ella —dicen la Eulalia y don Ramón al mismo tiempo.
Los demás callan. Se hace un silencio difícil. De reojo, unos a otros se miran. Piensan que la Eulalia es una buena mujer, pero todos conocen la estrechez de su vida, sus manías de vieja sola, las lloraderas que le agarran cuando se acuerda de sus dos hijos muertos en la guerra. Por días la Eulalia se encierra y nadie la ve, a la fuerza la tienen que ir a sacar del cuarto... aunque la Eulalia la encontró, la vio primero; pero don Ramón es solo, nunca tuvo hijos y con él la niña podría tener una buena educación, hasta podría ir al colegio si quisiera. Don Ramón tiene una casa amplia y hermosa con jardines y loras y lapas y vacas que dan leche y la Sofía se pondría gorda y hermosa y sería una mujer alta. Se olvidaría que era gitana. Casi puede oírse el zumbido de los pensamientos. La Eulalia los siente y siente que la presión se le baja. Don Ramón no quiere mirarla. El también sabe por dónde va la cosa y le da pena la Eulalia.
Los balancines de las sillas marcan el tiempo, el silencio de los que se mecen y piensan. Nadie habla.
—La Eulalia la podría cuidar en mi casa —dice por fin don Ramón—, después de todo es cerca.
—Sí —dicen los demás, aliviados. La Eulalia la puede cuidar, porque la Sofía es mujer y necesitará una mujer que haya tenido experiencia.
Las caras recobran su expresión. Se aflojan los músculos del alcalde que se seca el sudor con un gran pañuelo a cuadros rojos y verdes.
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No le toma mucho tiempo a la Eulalia reconciliarse con la idea. Hay que reconocer que es una buena idea. Una idea justa, igual que don Ramón.
—Pero hay que seguir poniendo anuncios en el periódico -dice el alcalde— a ver si aparecen los verdaderos padres.
Don Ramón asiente con la cabeza. Se agacha para ajustarse las polainas. Hacía tiempos que no le daban ganas de llorar y no quiere que le vean los ojos húmedos.
La niña, callada, se alegra porque va a andar de camino otra vez. No está acostumbrada a la oscuridad de las casas. La Eulalia es buena y se ha preocupado porque nada le falte, pero ella echa de menos el carromato y la tribu. Su vida entera la ha pasado de un lugar al otro. Su vida es lo provisorio, los juegos en las calles, las ferias de los pueblos, el círculo
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