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Tormenta De Espadas


Enviado por   •  12 de Mayo de 2015  •  1.416 Palabras (6 Páginas)  •  188 Visitas

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El día era gris, hacía un frío glacial y los perros se negaban a seguir el rastro. La enorme perra negra había olfateado una vez las huellas del oso, había retrocedido y había trotado de vuelta a la jauría con el rabo entre las patas. Los perros se apiñaban en la ribera del río con gesto triste mientras el viento los sacudía. El propio Chett notaba cómo el viento le atravesaba varias capas de lana negra y cuero endurecido. Hacía demasiado frío, tanto para los hombres como para las bestias, pero allí estaban. Torció la boca y casi pudo notar cómo los forúnculos que le cubrían las mejillas y el cuello enrojecían de rabia. «Tendría que estar a salvo en el Muro, cuidando de los condenados cuervos y encendiendo hogueras para el viejo maestre Aemon.» El bastardo Jon Nieve era quien le había quitado todo aquello, él y su amigo, el gordo de Sam Tarly. Por culpa de ellos estaba congelándose las pelotas con una jauría de sabuesos en lo más profundo del Bosque Encantado. —Por los siete infiernos. —Dio un feroz tirón a la traílla para que los perros le prestaran atención—. Buscad, cabrones. Esa huella es de un oso. ¿Queréis carne o no? ¡Encontradlo! Pero los perros gimotearon y se limitaron a estrechar filas. Chett hizo chasquear el látigo corto sobre las cabezas de los animales y la perra negra le enseñó los dientes. —La carne de perro sabe tan bien como la de oso —la amenazó; el aliento se le congelaba a cada palabra. Lark de las Hermanas estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos metidas bajo las axilas. Llevaba guantes negros de lana, pero siempre se quejaba de que se le congelaban los dedos. —Hace demasiado frío para cazar —dijo—. Que le den por culo a ese oso, no vale la pena que nos helemos por él. —No podemos volver con las manos vacías, Lark —gruñó Paul el Pequeño a través del bigote color castaño que le cubría casi toda la cara—. Al Lord Comandante no le va a hacer ninguna gracia. Bajo la aplastada nariz de dogo del hombretón había hielo, allí donde se le congelaban los mocos. Una mano enorme dentro de un grueso guante de piel agarraba firmemente el asta de una lanza. —Que le den por culo al Viejo Oso también —dijo el de las Hermanas, un hombre flaco de cara huesuda y ojos nerviosos—. Mormont estará muerto antes de que amanezca, ¿no lo recordáis? ¿A quién le importa lo que le haga gracia o se la deje de hacer? Paul el Pequeño parpadeó con sus ojillos negros. «Puede que se le haya olvidado», pensó Chett; era tan estúpido como para olvidarse de casi cualquier cosa. —¿Por qué tenemos que matar al Viejo Oso? ¿Por qué no nos limitamos a irnos y lo dejamos en paz? —¿Crees que él nos dejaría en paz? —preguntó Lark—. Nos daría caza. ¿Quieres que te den caza, cabeza de chorlito? —No —dijo Paul el Pequeño—. No, eso no. No. —Entonces, ¿lo matarás? —preguntó Lark. —Sí. —El hombretón clavó el extremo del asta de la lanza en la orilla congelada—. Lo mataré. No nos tiene que dar caza. —Yo insisto en que tenemos que matar a todos los oficiales —dijo el de las Hermanas volviéndose hacia Chett y sacando las manos de las axilas.

G e o r g e R . R . M a r t i n T o r m e n t a d e e s p a d a s I

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—Ya lo hemos discutido —replicó Chett, que estaba harto de aquello—. El Viejo Oso tiene que morir, así como Blane de la Torre Sombría. Grubbs y Aethan también, mala suerte que les haya tocado el turno de guardia; Dywen y Bannen para que no nos persigan, y Ser Cerdi para que no envíe cuervos. Eso es todo. Los mataremos en silencio mientras duermen. Un solo grito y seremos pasto para los gusanos, todos y cada uno de nosotros. —Tenía los forúnculos rojos

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