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100 años De Soledad


Enviado por   •  5 de Mayo de 2013  •  1.390 Palabras (6 Páginas)  •  650 Visitas

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Gabriel García Márquez

Cien años de soledad

Para Jomi García Ascot

y María Luisa Elio.

Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

3

I

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de

recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces

una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas

que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos

prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para

mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia

de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y

timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de

barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una

truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios

alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el

mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio,

y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse,

y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había

buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.

«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de

despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos

que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible

servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un

hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel

tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos

lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar

el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro

para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el

acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando

los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró

desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido,

cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José

Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura,

encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre

con un rizo de mujer.

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un

tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una

gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el

pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano.

«La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre

podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía

ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de

hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos

solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes,

concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de

disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a

cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de

monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había

enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio

Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la

abnegación

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