Elogio_de_la_dificultad
Enviado por acevedobedoya • 28 de Septiembre de 2011 • 1.908 Palabras (8 Páginas) • 321 Visitas
Elogio de la dificultad
Estanislao Zuleta
La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara
como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas
afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin
muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una
eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente
inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de
nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras
eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las
reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas.
Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no
seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos:
que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma
misma de desear. Deseamos mal.
En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule
nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin
peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de
desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer
efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa salacuna
de abundancia pasivamente recibida.
En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una
doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o
por caudillos que desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro
pecado es que anhelamos regresar a él.
Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy
conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen
entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos
miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio
de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la
idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que
procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran
inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal,
que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación
totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza
dañada o bien máscaras de malignos propósitos.
En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro
es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este
sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda
oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no
está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero
abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y
concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.
Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras
santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del
pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar
muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una
eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente
divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica
paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la designación misma de la
realidad y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa
de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que
suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros
una identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el grupo– y un exterior
amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la
ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande
simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni
olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita
capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no
aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por
encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la
angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la
crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las
generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el
descrédito en que cae el concepto de respeto.
No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas
universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado
escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el
respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total
a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto
es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no
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