Holtramana
Enviado por doper22 • 4 de Diciembre de 2011 • 2.612 Palabras (11 Páginas) • 315 Visitas
Al poco rato, en la diligencia, supe quién era, porque los que lo habían saludado dijeron:
— ¿Si el padre Periñón es tan listo por qué se queda en el cura¬to de un pueblo tan feo?
—Porque así lo dispuso Dios —dijo el otro, que no quería tocar el tema.
El que contestó era el presbítero Concha, que ya llevaba en la cara las huellas de la enfermedad que habría de ponerlo en la tum¬ba: delgadez extrema, ojos llorosos y piel transparente. Desde ha¬cía tiempo le daban soponcios en momentos inoportunos —había rodado los escalones del presbiterio con una hostia en la mano—, pero siempre que alguien le preguntaba corno se sentía contestaba "divinamente". Era un viejo simpático, diminuto, bien proporcio-nado. Después me contó que lo habían invitado a dar un sermón en un pueblo lejano y como no se sentía bien, había querido que lo acompañara el padre Pinole, a quien no quería, pero que en un momento de mala suerte le hubiera servido de sustituto o para_ ayudarlo a levantarse del suelo. Iban en la diligencia de regreso a Cañada en donde los dos oficiaban.
El padre Pinole era prieto, grande, con una boca que fruncía para hacer parecer más chica. Después supe que en Cañada tenía fama de indiscreto y que no se confesaban con él más que los que eran casi santos. Llamaba al presbítero "su reverencia" y era muy atento con él. Amarró en la ventanilla un trapo para que al otro no le pegara el sol, extendió en el asiento un paliacate en donde echa¬ron las cascaras de los cacahuates que se comieron y cuando termi¬naron lo sacudió contra el viento, llenándonos de hollejos a los otros dos viajeros que íbamos en el coche, que éramos yo, que te¬nía veinticinco años y uniforme de oficial de dragones y un viejo de anteojos cuadrados y tricornio, quien cuando el coche no daba brincos leía un librito intitulado Manual del inquisidor. Era el li¬cenciado Manubrio. Es decir, que el día que conocí a Periñón co¬nocí también a quien poco más de un año después iba a decidir su suerte.
El licenciado llegó a la Nueva España ya viejo y pasó diez años en Veracruz, él decía que trabajando en la Aduana, pero no es cier¬to. Sabía como nadie lo que pasaba en San Juan de Ulúa. Ha de haber formado parte del Tribunal Negro y luego inventó el trabajo en la Aduana para evitarse inquinas. Después muchos dijeron que había sido agente secreto y que había ido a Cañada en esa función, enviado por la Audiencia de México. No lo creo. Más me parece verdad lo que él decía: le habían dado fiebres tercianas y había tenido que dejar el empleo y la costa para radicarse en un clima benigno. Quiso nuestra mala suerte que alguien le ofreciera en Ca¬ñada una escribanía a buen precio.
El cuarto viajero era yo. Me llamo Matías Chandón, soy artille¬ro, pero servía entonces en un regimiento de dragones. Teníamos dos años acantonados en Perote. Hacía unas semanas que había sabido que en Cañada estaba formándose un batallón provincial y que estaba vacante la plaza de comandante de la batería y jefe de artificieros, la había solicitado por escrito y el coronel me contes¬tó ordenándome que me prestara a pruebas de oposición el día do¬ce de junio. Por otra parte, el corregidor de Cañada, que era amigo de un amigo mío, al saber que yo había solicitado el puesto, me había hecho el favor de invitarme a pasar unos días en su casa.
Durante el camino los padres hablaron entre ellos, pero e! licen¬ciado y yo nomás para comunicarnos lo más indispensable. Era de noche y estaba lloviendo cuando llegarnos a la venta de Toma de López. El ventero nos dio la mala noticia:
—Aquí no hay más que un cuarto.
Era enorme y tenía siete camas. Mientras el padre Pinole y yo recorríamos rincones aplastando alacranes, el presbítero y el licen¬ciado tentalearon las camas y se quedaron con las mejores, después nos dimos la mano y dijimos quiénes éramos y de dónde veníamos. El licenciado sacó baraja y propuso jugar paco chico mientras nos arreglaban la cena, los demás aceptamos y en un ratito nos ganó veinte reales, cosa que el presbítero Concha nunca le perdonó.
Para llegar a donde estaba la cena tuvimos que atravesar un corral a oscuras, porque un ventarrón apagó la vela. Cuando entra¬mos en la cocina el presbítero me dio un codazo y me dijo, aparte:
—El licenciado ya metió la bota en el lodo. Me alegro.
Antes de sentarse a la mesa los padres rezaron y yo hice como que pensaba en Dios, el licenciado Manubrio, en cambio, se sentó, se amarró en el pescuezo una servilleta que tenía una mancha de mole, y dijo:
—Que nos traigan vino.
El padre Pinole quería agua de chía, pero en aquella venta no había más que hojas de naranjo, que fue lo que bebimos. Cuando en la conversación salió que yo iba invitado a casa de los corregi¬dores el padre Pinole se estremeció de envidia.
—Pues tiene usted buena suerte —me dijo— porque yo nunca he entrado en ella.
No era amigo de los corregidores pero conocía su vida y mila¬gros, que expuso: aquellos eran los meses que los Aquino pasaban en la casa de La Loma, que era un palacio: allí estaba la mesa me¬jor servida del Plan de Abajo.
—Los que se sientan en ella —agregó,— beben vinos que uno ni se imagina que existan. Dicen que hay noches en que llegan de vi¬sita señoritas decentes y bailan danzas modernas —y volviéndose al presbítero, preguntó—: ¿Verdad, su reverencia, que así es la vida en la casa de La Loma?
—Así es, más o menos —dijo el presbítero y se comió un pedazo de tortilla, dando por terminado el tema.
Cuando salimos de la cocina se habían quitado el viento y la lluvia. Al ver la noche serena, el licenciado propuso "dar unos pa¬sos para ayudar a la digestión". A los padres les pareció que estaba como boca de lobo y prefirieron irse a acostar, yo acepté.
Fuimos por campos iluminados nomás por chupiros, tropeza¬mos con unas trancas, un perro salió a ladrarnos, oímos ruidito de agua y después sentimos que ya habíamos metido los pies en el arroyo, por fin dimos con un obstáculo tan grande que no pudimos rodear y optamos por sentarnos en él: era una piedra. Allí el licen¬ciado Manubrio me relató la historia de la conspiración de Huetámaro.
Había ocurrido el año anterior. Cinco oficiales de las milicias y tres sacerdotes, todos criollos, se juntaban en uno de los salones del obispado para tramar una revolución. Querían proclamar la in¬dependencia de la Nueva España, abolir los tributos reales y, lo que al licenciado Manubrio le parecía más espantoso, incautar los bienes de los españoles para distribuirlos entre los mexicanos — ¡in¬cluyendo las comunidades de indios!—.
Pero sucedió que dos de los conspiradores
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