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La Alegoría De La Caverna


Enviado por   •  23 de Septiembre de 2014  •  12.516 Palabras (51 Páginas)  •  178 Visitas

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PLATÓN - APOLOGÍA DE SÓCRATES - Buenos Aires - 2004

INDICE

PRIMERA PARTE

Introducción

Cualidades de orador

Estilo del alegato

Las Primeras acusaciones

Los acusadores anónimos

El origen de la mala fama

Referencia a los sofistas

La sabiduría de Sócrates es simplemente humana

El testimonio del dios de Delfos

La ignorancia de los políticos

La ignorancia de los poetas

La ignorancia de los artesanos

La verdad del oráculo

Los discípulos

El origen de las denuncias

El Interrogatorio a Meletos

La acusación de corrupción

¿Quién hace mejores a los hombres?

El daño hecho ¿fue voluntario o involuntario?

¿Existen los dioses?

La conducta de Sócrates

El honor

El temor a la muerte

Sócrates no reniega de su conducta

Sócrates se define como el "tábano"

La prueba de pobreza

La voz del "daimon"

El apartamiento de la política

El caso de las Arginusas

El caso de Leon de Salamina

La tarea educativa

Testimonio de los familiares

Sócrates se niega a emplear recursos sentimentales

SEGUNDA PARTE

Sócrates es declarado culpable.

Comentario de la sentencia

La contrapropuesta

Mantenimiento a costa del Estado

¿Cuál sería el castigo justo?

Oferta de una multa

TERCERA PARTE

Sócrates es condenado a muerte.

Valoración de la sentencia

La predicción

El último mensaje

¿Qué es la muerte?

Petición por los hijos

PRIMERA PARTE

Introducción

¡Ciudadanos atenienses! Ignoro qué impresión habrán despertado en vosotros las palabras de mis acusadores. Han hablado de forma tan seductora que, al escucharlas, casi han conseguido deslumbrarme a mí mismo.

Cualidades de orador

Sin embargo, quiero demostraros que no han dicho ninguna cosa que se ajuste a la realidad. Aunque de todas las falsedades que han urdido, hay una que me deja lleno de asombro: la que dice que tenéis que precaveros de mí y no dejaros embaucar, porque soy una persona muy hábil en el arte de hablar.

Y ni siquiera la vergüenza les ha hecho enrojecer ante la sospecha de que les voy a desenmascarar con hechos y no con unas simples palabras. A no ser que ellos consideren orador habilidoso al que sólo dice y se apoya en la verdad. Si es eso lo que quieren decir, gustosamente he de reconocer que soy orador, pero jamás en el sentido y en la manera usual entre ellos. Aunque vuelvo a insistir en que poco, por no decir nada, han dicho que sea verdad.

Y, ¡por Zeus!, que no les seguiré el juego compitiendo con frases redondeadas ni con bellos discursos bien estructurados, como es propio de los de su calaña, sino que voy a limitarme a decir llanamente lo primero que se me ocurra, sin rebuscar mis palabras, como si de una improvisación se tratara, porque estoy tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo bastante con decir lo justo, de la manera que sea. Por eso, que nadie de los aquí presentes espere de mí, hoy, otra cosa. Porque, además, a la edad que tengo sería ridículo que pretendiera presentarme ante vosotros con rebuscados parlamentos, propios más bien de los jovenzuelos con ilusas aspiraciones de medrar.

Estilo del alegato

Tras este preámbulo, debo haceros, y muy en serio, una petición. Y es la de que no me exijáis que use en mi defensa un tono y estilo diferente del que uso en el ágora, curioseando las mesas de los cambistas o en cualquier sitio donde muchos de vosotros me habéis oído. Si estáis advertidos, después no alborotéis por ello.

Pues ésta es mi situación: hoy es la primera vez que en mi larga vida comparezco ante un tribunal de tanta categoría como éste. Así que -y lo digo sin rodeos- soy un extraño a los usos de hablar que aquí se estilan. Y si en realidad fuera uno de los tantos extranjeros que residen en Atenas, me consentiríais, e incluso excusaríais el que hablara con la expresión y acento propios de donde me hubiera criado.

Por eso, debo rogaros, aunque creo tener el derecho a exigirlo, que no os fijéis ni os importen mis maneras de hablar y de expresarme (que no dudo de que las habrá mejores y peores) y que, por el contrario, pongáis atención exclusivamente en si digo cosas justas o no. Pues, en esto, en el juzgar, consiste la misión del juez, y en el decir la verdad, la del orador.

Así, pues, lo correcto será que pase a defenderme.

En primer lugar, de las primeras acusaciones propaladas contra mí por mis antiguos acusadores; después pasaré a contestar las más recientes.

Las Primeras acusaciones

Todos sabéis que, tiempo ha, surgieron detractores míos que nunca dijeron nada cierto, y es a éstos a los que más temo, incluso más que al propio Anitos y a los de su comparsa, aunque también ésos sean de cuidado. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente diciendo que hay un tal Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, son, de entre mis acusadores, a los que más temo, por la mala fama que me han creado y porque los que les han oído están convencidos de que quienes investigan tales asuntos tampoco creían que existan dioses. Y habría de añadir que estos acusadores son muy numerosos y que me están acusando desde hace muchos años, con la agravante de que se dirigieron a vosotros cuando erais niños o adolescentes y, por ello, más fácilmente manipulables, iniciando un auténtico proceso contra mí, aprovechándose de que ni yo, ni nadie de los que hubieran podido defenderme, estaban presentes.

Los acusadores anónimos

Y lo más desconcertante es que ni siquiera dieron la cara, por lo que es imposible conocer todos sus nombres, a excepción de cierto autor de comedias [1]. Ésos, pues, movidos por envidias y jugando sucio, trataron de convenceros para,

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