Libro De Edgar Allan Poe. "el Gato Negro"
Enviado por iselarodriguez • 25 de Septiembre de 2013 • 3.404 Palabras (14 Páginas) • 886 Visitas
Edgar Allan Poe
El gato negro
1
No espero ni pido que nadie crea el extraño aunque simple relato que voy a escribir. Estaría
completamente loco si lo esperase, pues mis sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco,
y sé perfectamente que esto no es un sueño. Mañana voy a morir, y quiero de alguna forma
aliviar mi alma. Mi intención inmediata consiste en poner de manifiesto simple y llanamente y
sin comentarios una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me
han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no voy a explicarlos. Si
para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barroques. En el
futuro, quizá aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una
inteligencia más tranquila, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las
circunstancias que voy a describir con miedo una simple sucesión de causas y efectos
Naturales.
Desde la infancia sobresalí por docilidad y bondad de carácter. La ternura de corazón era tan
grande que llegué a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban, de
forma singular, los animales, y mis padres me permitían tener una variedad muy amplia.
Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba
de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando llegué a la
madurez, me proporcionó uno de los mayores placeres. Quienes han sentido alguna vez afecto
por un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la
intensidad de la satisfacción que se recibe. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un
animal que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha probado la falsa amistad y
frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi mujer compartiera mis preferencias. Cuando
advirtió que me gustaban los animales domésticos, no perdía ocasión para proporcionarme los
más agradables. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un mono
pequeño y un gato.
Este último era un hermoso animal, bastante grande, completamente negro y de una
sagacidad asombrosa. Cuando se refería a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era
bastante supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el
asunto porque acabo de recordarla.
Pluto- pues así se llamaba el gato- era mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer, y
él en casa me seguía por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedirle que siguiera mis
pasos por la calle.
Nuestra amistad duró varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi
carácter, por causa del demonio Intemperancia (y me pongo rojo al confesarlo), se habían
alterado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente
hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a usar palabras duras con mi mujer, y terminé
recurriendo a la violencia física. Por supuesto, mis favoritos sintieron también el cambio de mi
carácter.
No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin embargo, hacia Pluto sentía el
suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el
mono y hasta el perro, cuando, por casualidad o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero mi
enfermedad empeoraba- pues, ¿qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?-, y al fin
Incluso Pluto, que ya empezaba a ser viejo y, por tanto, irritable, empezó a sufrir las
Consecuencias de mi mal humor.
2
Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una de mis correrías
por el centro de la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado
por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí una furia de
diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separaba de un golpe del
cuerpo; y una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de
mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía sujetando al
pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué un ojo. Me pongo más rojo que un
tomate, siento vergüenza, tiemblo mientras escribo tan reprochable atrocidad.
Cuando me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo disipado los vapores de la
orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen del que era
culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba un
horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no sufría. Se paseaba, como de costumbre, por
la casa; aunque, como se puede imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba bastante de mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que
una vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y
entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La
filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe
como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... una de
las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía
una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en
nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con el sentido común, a transgredir lo
que constituye la Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se
presentó, como he dicho, en mi caída final. Y ese insondable anhelo que tenía el alma de vejarse
a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó a
continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido al inocente animal. Una
mañana,
...