Mal De Amores
Enviado por 2254fershmajajes • 5 de Mayo de 2012 • 5.593 Palabras (23 Páginas) • 652 Visitas
MAL DE AMORES
1996, Ángeles Mastretta De esta edición:
1996, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. de C.V. Av. Universidad 767, Col. del Valle México, 03100, D.F. Teléfono 688 8966
Primera edición en México: marzo de 1996 Primera edición en Vintage: julio de 1996 ISBN: 968-19-0284-X
Cubierta: Proyecto de Enric Satué
Foto de cubierta: Lourdes Almeida
Impreso en México
(Ángeles Mastretta (Puebla, 1949). Periodista, poeta y narradora, estudió la Licenciatura en Comunicación en la UNAM.
Fue directora de Difusión Cultural de la ENEP Acatlán (UNAM) y del Museo del Chopo.
Ha colaborado en distintos medios de comunicación.
Su novela Arráncame la vida le ha dado reconocimiento a nivel nacional (Premio Mazatlán de Literatura 1985) e internacional, pues ha sido traducida al alemán, inglés, italiano, francés, danés, turco, noruego, portugués, hebreo y holandés.
Con Mal de amores Ángeles Mastretta confirma que es una de las figuras centrales de la narrativa latinoamericana contemporánea.)
(Mal de amores es la historia de una pasión entretejida a la historia de un país, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas. Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender el mundo de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su género y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un médico cuya audacia primera está en buscar la paz en mitad de la guerra civil. Regida por la mejor tradición de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa nítida y rápida consigue arrobarnos con su maestría, mientras nos regala los delirios de una invocación amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.)
Para Héctor Aguilar Camín por el orden implacable de su cabeza y el generoso desorden de su corazón
I
Diego Sauri nació en una pequeña isla que aún flota en el Caribe mexicano. Una isla audaz y solitaria cuyo aire es un desafío de colores profundos y afortunados. A la mitad del siglo XIX, toda la tierra firme o flotante que hubo en aquel regazo pertenecía al estado de Yucatán. Las islas habían sido abandonadas por temor a los continuos ataques de los piratas que navegaban la paz de aquel mar y sus veinte azules. Sólo hasta después de 1847 volvieron los hombres a buscarlas.
La última rebelión de los mayas contra los blancos del territorio fue larga y sangrienta como pocas se han conocido en México. Unidos por el misterioso culto a una cruz que hablaba, usando machetes y rifles ingleses, los mayas se lanzaron contra todos los que habitaban la selva y las costas que habían señoreado sus antepasados. Para huir de ese horror que se llamó la guerra de castas, varias familias navegaron hasta la costa blanca y el verde corazón de la Isla de Mujeres.
No bien desembarcaron, sus nuevos moradores, criollos y mestizos, gente que descendía de viajeros encallados y de cruces azarosos, sin nada que defender aparte de sus vidas, acordaron que cada quien sería dueño de la tierra que fuese capaz de chapear. Y así, arrancando la hierba y las espinas, fue como los padres de Diego Sauri se hicieron de un pedazo de playa transparente y de una larga franja de tierra, en mitad de la cual plantaron la palapa bajo la que nacerían sus hijos.
El primer color que vieron los ojos de Diego Sauri fue el azul, porque todo alrededor de su casa era azul o transparente como la gloria misma. Diego creció corriendo entre la selva y rodando sobre la invencible arena, acariciado por el agua de unas olas mansas, como un pez entre peces amarillos y violetas. Creció brillante, pulido, cubierto de sol y heredero de un afán sin explicaciones. Sus padres habían encontrado la paz en aquella isla, pero algo en él tenía una guerra pendiente fuera de ahí. Decía su abuela que sus antepasados habían llegado a la península en su propio bergantín, y varias veces él oyó a su padre responderle entre orgulloso y burlón: "Porque eran piratas".
Quién sabe de qué pasado le vendría, pero el muchacho en que se convirtió Diego Sauri deseaba con todo el cuerpo un horizonte no cercado por el agua. Se le había vuelto ya una pasión la habilidad curandera que su padre le descubrió cuando aún era niño, viéndolo revivir los peces que habían traído medio vivos para la cena. A los trece años, había ayudado en el trasiego del parto más difícil de su madre, y desde entonces mostró una habilidad manual y una sangre fría tales, que empezaron a llamarlo otras mujeres en situación de incertidumbre. No contaba con más ciencia que su instinto, pero tenía la destreza y el aplomo de un sacerdote maya, y lo mismo le pedía auxilio a la Virgen del Carmen que a la diosa Ixchel.
A los diecinueve años sabía todo lo que en la isla podía saberse de yerbas y brebajes, había leído hasta el último libro de los que pudieron caer por aquel rumbo y era el más ardiente enemigo de un hombre que de tanto en tanto irrumpía en la isla cargando un dineral con olor a sangre y pesadillas. Fermín Mundaca y Marechaga traficaba con armas, se favorecía con la interminable guerra de castas y descansaba de sus negocios pescando y fanfarroneando entre los pacíficos moradores de la isla. Con eso hubiera bastado para que Diego lo considerara su enemigo, pero en su condición de joven curandero le sabía otra historia.
Una noche alguien llevó hasta su puerta el rostro devastado de la mujer con quien se había visto llegar a Mundaca. Tenía golpes en todo el cuerpo y de su entraña no salía sonido ni para quejarse. Diego la curó. La tuvo en casa con sus padres hasta que ella pudo volver a caminar sin miedo y a mirarse la cara sin recordar. Entonces la puso en el primer velero que dejó la isla. Antes de subir a la pequeña embarcación, ella escribió sobre la diminuta y brillante arena la palabra AhXoc, que en maya quiere decir tiburón. Así llamaban a Fermín Mundaca, el hombre que a los mayas les vendía las armas, y al gobierno del país los barcos con que los combatía. Luego, aquella pálida y temerosa mujer abrió la boca por primera y última vez para decir: "Gracias".
Esa misma noche cinco hombres sorprendieron a Diego Sauri en la mitad del recorrido que hacía por las casas de sus enfermos. Lo golpearon hasta dejarlo como un montón de trapos, lo ataron de pies y manos y le rompieron
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