Nanni Menetti ¡El artista nunca ha tenido manos!
Enviado por Perla Espinoza • 24 de Agosto de 2016 • Documentos de Investigación • 3.539 Palabras (15 Páginas) • 1.054 Visitas
- Nanni Menetti
¡El artista nunca ha tenido manos!
El artista nunca ha tenido manos. Se trata de una afirmación que el público en general comprende si se refiere a Duchamp y sus ready-made, es decir a cosas “encontradas” y por tanto “hechas” por las manos de otros. Ready-made que después de Duchamp, se sabe, se limita a declarar, a “bautizar”, “arte”. Si se refiere a Duchamp y, posteriormente, a otros artistas del arte contemporáneo, pero del todo incomprensible, para el público, si se refiere, como yo pretendo sostener aquí, a cualquier artista, no sólo de hoy, sino también del pasado.
Pase que Sol LeWitt realice una obra para la Galería G7 de Bolonia, quedándose en América y sirviéndose de las manos de un ayudante suyo y de las de una veintena de estudiantes de la Academia de Bolonia; pase que Jeff Koons e otros muchos más, de Andy Warhol a Arman y Kostabi, etc., deleguen la producción de sus obras en “fábricas” o “talleres” varios. Ya see sabe, son artistas de vanguardia y a la vanguardia se le ocurre todo o casi todo, pero que se afirme que también Morandi, en cuanto artista, no ha tenido (no ha usado nunca) manos ni tampoco Picasso, De Chirico ni Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Tiziano ni siquiera Fidias, Praxíteles, Zeuxis, Parrasio, etc. parece realmente una herejía, si no una oblicua y caprichosa provocación.
Y en cambio no es así. En cambio, a quien mire bien, para decirlo una vez más con De Saussure, con el ojo desinteresado de la ciencia[1]1 (ese ojo analítico por otra parte que cada uno de nosotros espera encontrar cuando se somete a alguna exploración médica) en la operación de Duchamp no aparece una verdad lógica (teorética) relativa sólo a la poética del arte conceptual propia de la historia del arte del siglo XX, sino una verdad propia de todo arte, , porque antes aún que del arte se trata de una verdad que está en las raíces de la constitución de toda nuestra identidad en general.
La clave para comprender esta verdad está en una correcta teoría del lenguaje que ahora, con alguna anécdota y algún ejemplo, trataré de explicar sintéticamente.
El lenguaje no nombra cosas y cuerpos, sino funciones
Cosas y funciones. Esta distinción es fundamental. Distinción que el semiólogo L.J. Prieto, por ejemplo trata en la oposición entre “identidad numérica” e “identidad específica”[2]2 de toda entidad, cosa o ser vivo que sea. Ocultarla significa predisponerse a caídas continuas en la hipóstasis a esencia de lo fenoménico, en la indebida extensión de verdades parciales a verdades totales, en una palabra en la ideología, monstruo letal para quien quiera comprender verdaderamente cómo están las cosas. Pero pasemos a la anécdota y los ejemplos.
Estaba un buen día en mi estudio acudiendo tranquilamente a mis trabajos, cuando, después de haber llamado, entró un joven que se presentó como policía y me invitó amablemente a intervenir en una convención anual de su cuerpo. Cuando le precisé que, ocupándome prioritariamente de arte, no sabría qué contarles, respondió que conocía mis trabajos y mi pensamiento y que, si quería, sería ciertamente capaz de encontrar también algo interesante para ellos. Estimulado en mi amor propio, acepté y comencé de inmediato a preguntarme los asuntos que podría tratar, permaneciendo en el ámbito de competencia de la policía. Debo decir que la tarea no se estaba poniendo muy bien: cuanto más se acercaba la fecha, más tanteaba yo en la oscuridad. No tenía idea de lo que iba a decir hasta que una mañana, al abrir en el bar un periódico, la salvación me vino milagrosamente al encuentro. En el periódico venía esta noticia: “Estimado profesor de literatura arrestado por secuestrar a su mujer”. Lo tenía. Iría a proponer a la policía este rompecabezas. ¿Cómo hacer arrestar al marido, culpable de celos perniciosos, dejando libre al estimado profesor de literatura, que no tenía ninguna culpa, sino que estaba lleno méritos por su trabajo? Así lo hice y se creó un debate que algunos recuerdan todavía. Todo arresto se desborda siempre, ya que se arresta un cuerpo (una “identidad numérica”), pero el culpable es siempre y sólo un “sujeto funcional”, es decir un cuerpo no en absoluto, sino en relación con alguna práctica. Un cuerpo puede entrar en diversas prácticas y el lenguaje no nombra el cuerpo sino la identidad que el cuerpo adquiere en las prácticas en las que entra, en resumen, en los términos de Prieto, una “identidad específica”, profesor respecto a los escolares, marido respecto a la mujer, padre respecto a los hijos, etc. etc.
Verdad tan evidente para Isaac Asimov, por ejemplo, como para servirse de ella directamente para explicar el rompecabezas de la naturaleza tanto ondulatoria como corpuscular de la luz: “Podría parecer una paradoja, o directamente algo místico, casi como si la naturaleza verdadera de la luz superara toda posibilidad de comprensión humana. Al contrario, yo querría explicar – escribe – el concepto recurriendo a una analogía: un hombre puede tener muchos aspectos: marido, padre, amigo, hombre de negocios... Según las circunstancias y el ambiente en que se encuentra se comporta como marido, padre, amigo u hombre de negocios. Nadie espera de él que exhiba su comportamiento marital con un cliente o su comportamiento de hombre de negocios con su mujer; sin embargo, cada hombre en particular no tiene nada de paradójico ni es nada más que un hombre.”[3]3 Nada de paradójico, repito, salvo aún, para muchos de nosotros, la cuestión del artista y sus manos.
Y no se piense que eso valga sólo para los nombres comunes. Vale también para los nombres propios. Dejando estar la elección funcional del nombre para un recién nacido por parte de los padres, que con frecuencia quieren relacionar al niño mediante el nombre elegido con algún pariente difunto o con algún deseable buen futuro, el nombre propio funciona en sentido lógico como un metanombre, como la suma lógica de los nombres comunes que indican las distintas relaciones mediante las cuales la persona ha sido conocida por alguien y por tanto el nombre propio está aún más lejano de nuestro cuerpo de lo que lo están los nombres comunes. Es inútil recordar que los significados de los que mi nombre es portador para mi mujer no son los que encierra, qué sé yo, para un crítico (piénsese aún en Asimov) que se ocupe de mis trabajos o para cualquier otra persona que haya entrado en alguna relación conmigo. Dentro del mismo nombre, sea común o propio, nuestra identidad se disemina al infinito: ¿queremos decir que somos siempre uno, nadie o cien mil?
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