UNSEÑORMUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES
Enviado por lolacornelius • 13 de Julio de 2013 • 1.809 Palabras (8 Páginas) • 497 Visitas
AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que
atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el
martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo
fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos.
La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado
los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo
que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en
el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus
enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el
cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas
hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición
de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias
y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con
tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por
encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto
incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el
inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de
alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una
vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para
sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha
tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y
hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran
sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a
palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y
antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero
alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia,Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron
magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días,
y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces,
encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción
y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa
hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase
de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde
del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco
estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado
como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran
cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado
a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para
examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre
las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las
cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las
impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto
cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la
primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a
sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas
mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo
con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón
previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la
mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si
las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un
aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin
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