La religiosidad de San Martin
Enviado por Emiliano Recalt • 16 de Marzo de 2016 • Resumen • 3.333 Palabras (14 Páginas) • 311 Visitas
La religiosidad del Libertador don José de San Martín
El 17 de agosto del presente año se cumplió el sesquicentenario del fallecimiento del general José de San Martín, quien comparte con el venezolano Simón Bolívar la gloria de haber liderado el movimiento independentista sudamericano. Con tal motivo los más diversos emprendimientos culturales se han venido multiplicando por doquier para sumarse a su homenaje, dándose por descontado el interés general por ellos suscitable, pues parece predominar mucho más que en otros tiempos un genuino, espontáneo y patriótico deseo colectivo de aproximación al conocimiento del gran hombre y del auténtico héroe en su verdadera y en gran parte ignorada dimensión. Superado ya el fenómeno de la deificación de los próceres fundadores, que al tornarlos poco creíbles sólo podía generar desinterés y escepticismo, ha llegado el tiempo de esclarecer algunos aspectos de la vida del Libertador que por falta de coraje intelectual o injustificables manipulaciones ideológicas, han dado lugar a inconducentes silenciamientos, discusiones bizantinas e insostenibles controversias. Uno de ellos es el aquí tratado. Mientras algunos historiadores han pretendido presentar a San Martín como un católico militante fervoroso y hasta clerical –tomado este último término en su acepción de una marcada afición o sumisión al clero y a sus directrices–; otros han llevado el péndulo al extremo opuesto de su oscilación, considerándolo como un liberal masón de espíritu volteriano contrario a la Iglesia católica. Imágenes tan antitéticas se inspiran en interesadas actitudes sectarias que se esfuerzan estérilmente en contrarrestar la fuerza intrínseca de la verdad.
Tradición familiar católica
San Martín nació el 25 de febrero de 1778, accidentalmente en Yapeyú, el más populoso poblado indígena guaraní, por entonces capital de uno de los cuatro distritos en que habían quedado divididas las antiguas misiones jesuíticas rioplatenses luego de la expulsión de la Compañía, donde su esforzado padre –que ya contaba con cincuenta años y se había iniciado en la milicia a los 18 como soldado raso–, el capitán graduando don Juan de San Martín, se desempeñaba como teniente de gobernador. Éste y su madre Gregoria Matorras eran oriundos de Palencia, España, y cristianos de acendrada virtud. Para comprender el espíritu religioso que impregnó la niñez del prócer debe tenerse presente, pues, el halo místico del lugar donde transcurrieron sus tres primeros años y la calidad piadosa de sus progenitores, particularmente vinculados a la Orden Dominicana. Siendo el quinto y último hijo de los San Martín, José fue bautizado por un miembro de esa congregación, el padre Francisco Cano de la Pera, quien era amigo de la familia desde siete años atrás cuando ésta residía en Calera de las Vacas (Uruguay), donde el fraile se desempeñaba como capellán. Su índole devota y el contacto asiduo con éste y otros religiosos motivaron al matrimonio para ingresar a la Tercera Orden de Santo Domingo, constituida por sacerdotes seculares y principalmente por laicos, pero como ella no existía en Yapeyú, sólo se pudo cumplir su deseo al trasladarse la familia a Buenos Aires, ingresando el 8 de abril de 1781 en la hermandad porteña y desempeñándose activamente en ella. Don Juan fue vocal de la comisión directiva en los dos años subsiguientes y cuando en 1784 debió trasladarse definitivamente a la península, luego de su estadía indiana de dos décadas, consta que “se le dio patente”, es decir, un certificado que le permitía ingresar en cualquier hermandad similar de España. En 1785 ambos cónyuges firmaron un testamento conjunto en el que disponían que en caso de muerte “se los amortaje con el hábito de nuestro Padre Santo Domingo de Guzmán”. No ocurrió así con don Juan cuyo cadáver fue enterrado con su uniforme de capitán en 1796; en cambio sí se revistió con el sayal de la Orden a doña Gregoria cuando falleció en Orense el 1813, dándosele sepultura en la iglesia dominicana de esa ciudad. Para entonces, ya su hijo menor hacía más de un año que había regresado solo a Buenos Aires, después de revistar durante 22 años en el ejército peninsular, para poner su espada al servicio de la causa de la emancipación hispanoamericana y acababa de obtener su primera victoria contra los realistas al frente del regimiento modelo de Granaderos a Caballo por él formado en el combate de San Lorenzo, luego del cual mandó cantar misa en el Convento franciscano de San Carlos, inmediato al lugar donde se desarrolló la acción.
Cambios paradigmáticos, Iluminismo y masonería
¿Cómo explicar ese viraje atípico, ese punto de inflexión en la vida personal y profesional de ese oficial veterano que a los 34 años –en la mitad de su existencia– decidió pasarse a las filas revolucionarias de allende el Atlántico? Sin duda, la situación castrense de San Martín, su iniciación masónica y las peculiares circunstancias de su época se combinaron para provocar ese efecto disruptivo. En cierta manera esto puede considerarse un reflejo personal de la transformación social profunda producida a partir del siglo XVIII por la “filosofía de las luces”, que al someter a la crítica de la razón el Antiguo Régimen llegó a sus últimas consecuencias con la Revolución Francesa, generando un cambio decisivo en los modelos de pensamiento, de conducta y de valoración. El quiebre del paradigma anteriormente vigente de la simbiosis entre Estado e Iglesia, entre cultura y fe trajo por resultado la transición de una sociedad confesional a otra pluralista, tolerante o secular.
Inmerso en ese tiempo de cambio de fines del siglo XVIII y principios del XIX, signado por la lucha de las fuerzas liberales contra el absolutismo y la dependencia colonial, el aprendizaje variado y fructífero que le deparó su larga formación de militar de carrera fue modelando a San Martín como un conductor en potencia sin chance de realización en el escenario peninsular, no sólo porque con la invasión napoleónica España prácticamente había desaparecido como Estado soberano, sino porque además la estructura orgánica de su ejército estaba todavía fuertemente influida por la tradición nobiliaria, que vedaba el acceso a las más altas graduaciones a aquellos oficiales que, como en su caso, carecían de tal condición por más meritorios que fueran. De allí el contraste entre el registro de su actuación contenido en sus fojas de servicios que reflejan una trayectoria relativamente mediocre y las excepcionales dotes tácticas, de organización y de mando que exhibió posteriormente en su fase de Libertador. San Martín había logrado tal capacitación profesional al sortear en parte las trabas de la burocracia castrense e introducirse en el Estado Mayor en virtud de la particular distinción que hicieron de él sus superiores, convirtiéndolo en su hombre de confianza; secundándolos, llegó hasta el cuartel general del mismísimo Wellington, cuando el aliado estratega británico –final vencedor de Gran Corso– tuvo a su cargo la defensa de Portugal. No debió ser ajena a ello la activa influencia de la masonería, extensamente infiltrada en los cuadros del ejército, en consonancia con la intensa campaña de propaganda implementada por la Francia revolucionaria y luego imperial para difundir allende los Pirineos los ideales de libertad, igualdad, y fraternidad que le servían de bandera. Así parece sugerirlo el hecho de que San Martín mejorase su posicionamiento castrense en forma sincrónica a su participación en las logias secretas de Cádiz. En cuanto a la conformación de su pensamiento filosófico político, a las raíces castellanas católicas de la niñez, ya sujetas a crítica durante su juventud y madurez, sumó la lectura de obras clásicas antiguas y modernas, pero despertaron particularmente su entusiasmo las obras de los filósofos ilustrados. Los principios liberales propalados por la masonería calaron muy hondo en su pensamiento, oficiaron de pilares constitutivos de su personalidad y orientaron su conducta hasta el final de sus días. Espíritu libre y universalista, de vigorosa racionalidad comenzó a intuir en él el germen de algo grande destinado a malograrse en el estrecho escenario gaditano; mientras América, sobreponiéndose a la larga enajenación colonial y en contraposición al despotismo imperante en Europa, al luchar por afirmar su propia identidad, pretendía erigirse en el continente de la libertad fraterna. Y fue esa Patria en construcción que parecía ofrecer un campo fértil para la concreción de su ideario amplio, humanista, liberal y tolerante la que San Martín eligió como propia. Hacerla posible fue desde entonces para él una misión irrenunciable confundida con su propio destino.
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