Acto: 12 De Octubre
Enviado por adrianchiesa • 30 de Septiembre de 2011 • 1.303 Palabras (6 Páginas) • 2.517 Visitas
skip to main | skip to sidebar Bitácora_de_vuelo
Reflexiones, berretines, ideas sueltas,palabras peligrosas. Una mirada personal, una revista; pequeña, breve, artesanal; casi como aquellas, las del añorado mimeógrafo. Aquí estoy yo, Gustavo, esperando que llegués a este blog, te detengas donde tengas ganas, leas un poco y me dejés tus comentarios. Es un espacio para compartir.
miércoles, octubre 17, 2007
Doce de octubre, palabras para un acto escolar
No es un día de fiesta. No es un día de alegría.
No es un acto escolar como otros, cuando festejamos la libertad, la bandera, la independencia…
Es un día para el recuerdo, un momento para mirarnos a nosotros mismos.
Hace más de quinientos años, una mañana de octubre, la vida cambió para siempre en nuestra América.
Fue en unas islas que no podían ser más hermosas; playas de arenas blancas, palmeras cargadas de frutos, la brisa suave soplaba del mar ¿cómo imaginar lo que esa brisa traería?
Unos barcos panzudos y oscuros aparecieron en el mar sereno. Unos hombres, malolientes, barbudos, cubiertos de acero, bajaron a tierra; al frente, un marino de ojos ávidos y afiebrados.
Detrás, dos maderos cruzados que parecían la sombra de un destino desconocido pero terrible.
Hablaban palabras en lengua extraña, palabras cargadas de violencia, de codicia, de intolerancia.
De la selva salieron nuestros hermanos, eran los primeros de los millones que vivían en esta tierra que, aún, no se llamaba América.
Los miraron con sorpresa y un poco de compasión: ¡cuánto debían haber viajado esos hombres! ¡qué cansados se les veía! Con respeto, con recelo también, se acercaron y les tendieron la mano.
Por un instante la Historia estuvo en suspenso.
Era el 12 de octubre de 1492.
La mano oscura del indígena americano, la mano pálida del indígena europeo se encontraron, después de siglos de separación, en aquella playa de arenas blancas y sol resplandeciente.
Una mano traía plantas desconocidas, secretos olvidados de la madre tierra, dioses que danzaban y temores crueles como la noche.
La otra llevaba la carga de la culpa de un dios que nunca reía, la habilidad de engarzar complicados mecanismos, una infinita curiosidad y la certeza de un destino incuestionable. Hubieran podido, aún entonces, estrecharse, hubieran podido compartir lo poco o mucho que cada una traía, hubieran podido, quizás, construir juntas.
No fue así.
La mano pálida tomó con furia la mano oscura, la aferró, la sujetó, la despedazó en un furioso apretón. Tal vez sólo era temor, tal vez era el deseo de hacerla tan clara como la suya, tal vez era ignorancia o ruindad, lo cierto es que la mano pálida destruyó la oscura mano tendida y la dejó yerta, en el suelo, seca, desgajada de su cuerpo, moribunda…
El marinero de ojos ávidos y sus compañeros se apoderaron de esas islas.
Los nativos, estupefactos, intentaron resistir, pero más y más manos pálidas continuaron descendiendo de los ventrudos navíos. Pronto desembarcaron en otras islas, y en la tierra que, incauta, yacía más allá de ellas.
El apretón fue tremendo.
Aztecas y mixtecas, navajos y dakotas, algonquinos, mayas, chontales, yumas y nicaraos, miskitos, motilones y muiscas, quechuas, aymaras, atacamas y la gran nación diaguita, guaraníes, tobas, mapuches, onas y tantos otros perdieron su identidad, sus dioses, sus riquezas y su vida. Vendidos como esclavos, torturados, enterrados en las minas y los obrajes, derrotados, vencidos una y otra vez.
La mano del hombre blanco, español, portugués, francés o anglosajón, fue implacable.
No todo fue, por supuesto, oscuridad.
Hubo voces que se alzaron contra la conquista.
Hubo resistencia y hubo rebeldía,
hasta amor pudo haber en estos quinientos años…
Con el tiempo los hijos de los hijos de los invasores, y los hijos de los hijos de los invadidos volvieron a encontrarse en nuestra América.
Con el tiempo nos reconocimos nuevamente y nos supimos hijos de una
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