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Alejandro Magno


Enviado por   •  27 de Octubre de 2014  •  4.610 Palabras (19 Páginas)  •  213 Visitas

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Alejandro Magno

Para la historia de la civilización antigua las hazañas de Alejandro Magno supusieron un torbellino de tales proporciones que aún hoy se puede hablar sin paliativos de un antes y un después de su paso por el mundo. Y aunque su legado providencial (la extensión de la cultura helénica hasta los confines más remotos) se vio favorecido por todo un abanico de circunstancias favorables que reseñan puntualmente los historiadores, su biografía es en verdad una auténtica epopeya, la manifestación en el tiempo de las fantásticas visiones homéricas y el vivo ejemplo de cómo algunos hombres descuellan sobre sus contemporáneos para alimentar incesantemente la imaginación de las generaciones venideras.

Hacia la segunda mitad del siglo IV a.C., un pequeño territorio del norte de Grecia, menospreciado por los altivos atenienses y tachado de bárbaro, inició su fulgurante expansión bajo la égida de un militar de genio: Filipo II, rey de Macedonia. La clave de sus éxitos bélicos fue el perfeccionamiento del "orden de batalla oblicuo", experimentado con anterioridad por Epaminondas. Consistía en disponer la caballería en el ala atacante, pero sobre todo en dotar de movilidad, reduciendo el número de filas, a las falanges de infantería, que hasta entonces sólo podían maniobrar en una dirección. La célebre falange macedónica estaba formada por hileras de dieciséis hombres en fondo con casco y escudo de hierro, y una lanza llamada sarissa.

Alejandro Magno

Alejandro nació en Pela, capital de la antigua comarca macedónica de Pelagonia, en octubre del 356 a.C. Ese año proporcionó numerosas felicidades a la ambiciosa comunidad macedonia: uno de sus más reputados generales, Parmenión, venció a los ilirios; uno de sus jinetes resultó vencedor en los Juegos celebrados en Olimpia; y Filipo tuvo a su hijo Alejandro, que en su imponente trayectoria guerrera jamás conocería la derrota.

Quiere la leyenda que, el mismo día en que nació Alejandro, un extravagante pirómano incendiase una de las Siete Maravillas del Mundo, el templo de Artemisa en Éfeso, aprovechando la ausencia de la diosa, que había acudido a tutelar el nacimiento del príncipe. Cuando fue detenido, confesó que lo había hecho para que su nombre pasara a la historia. Las autoridades lo ejecutaron, ordenaron que desapareciese hasta el más recóndito testimonio de su paso por el mundo y prohibieron que nadie pronunciase jamás su nombre. Pero más de dos mil años después todavía se recuerda la infame tropelía del perturbado Eróstrato, y los sacerdotes de Éfeso, según la leyenda, vieron en la catástrofe el símbolo inequívoco de que alguien, en alguna parte del mundo, acababa de nacer para reinar sobre todo el Oriente. Según otra descripción, la de Plutarco, su nacimiento ocurrió durante una noche de vientos huracanados, que los augures interpretaron como el anuncio de Júpiter de que su existencia sería gloriosa.

Nacido para conquistar

Predestinado por dioses y oráculos a gobernar a la vez dos imperios, la confirmación de ese destino excepcional parece hoy más atribuible a su propia y peculiar realidad. Nieto e hijo de reyes en una época en que la aristocracia estaba integrada por guerreros y conquistadores, fue preparado para ello desde que vio la luz.

En el momento de nacer, su padre, Filipo II, general del ejército y flamante rey de Macedonia, a cuyo trono había accedido meses antes, se encontraba lejos de Pela, en la península Calcídica, celebrando con sus soldados la rendición de la colonia griega de Potidea. Al recibir la noticia, lleno de júbilo, envió en seguida a Atenas una carta dirigida a Aristóteles, en la que le participaba el hecho y agradecía a los dioses que su hijo hubiera nacido en su época (la del filósofo), y le transmitía la esperanza de que un día llegase a ser discípulo suyo. La reina Olimpias de Macedonia, su madre, era la hija de Neoptolomeo, rey de Molosia, y, como su padre, decidida y violenta. Vigiló de cerca la educación de sus hijos (pronto nacería Cleopatra, hermana de Alejandro) e imbuyó en ellos su propia ambición.

El príncipe tuvo primero en Lisímaco y luego en Leónidas dos severos pedagogos que sometieron su infancia a una rigurosa disciplina. Nada superfluo. Nada frívolo. Nada que indujese a la sensualidad. De natural irritable y emocional, esa austeridad convino, al parecer, a su carácter, y adquirió un perfecto dominio de sí mismo y de sus actos.

Cuando, al cumplir los doce años, el rey, alejado hasta entonces de su lado debido a sus constantes campañas militares, decidió dedicarse personalmente a su educación, se maravilló de encontrarse frente a un niño inteligente y valeroso, lleno de criterio, extraordinariamente dotado e interesado por cuanto ocurría a su alrededor. Era el momento justo de encargarle a Aristóteles la educación de su hijo. A partir de los trece años y hasta pasados los diecisiete, el príncipe prácticamente convivió con el filósofo. Estudió gramática, geometría, filosofía y, en especial, ética y política, aunque en este sentido el futuro rey no seguiría las concepciones de su preceptor. Con los años, confesaría que Aristóteles le enseñó a «vivir dignamente»; siempre sintió por el pensador ateniense una sincera gratitud.

Aristóteles y Alejandro

Aristóteles le enseñó a además amar los poemas homéricos, en particular la Ilíada, que con el tiempo se convertiría en una verdadera obsesión del Alejandro adulto. El nuevo Aquiles fue en cierta ocasión interrogado por su maestro respecto a sus planes para con él cuando hubiera alcanzado el poder. El prudente Alejandro contestó que llegado el momento le daría respuesta, porque el hombre nunca puede estar seguro del futuro. Aristóteles, lejos de alimentar suspicacias respecto a esta reticente réplica, quedó sumamente complacido y le profetizó que sería un gran rey.

Alejandro fue creciendo mientras los macedonios aumentaban sus dominios y Filipo su gloria. Desde temprana edad, su aspecto y su valor fueron parangonados con los de un león, y cuando contaba sólo quince años, según narra Plutarco, tuvo lugar una anécdota que anticipa su deslumbrante porvenir. Filipo quería comprar un caballo salvaje de hermosa estampa, pero ninguno de sus aguerridos jinetes era capaz de domarlo, de modo que había decidido renunciar a ello. Alejandro, encaprichado con el animal, quiso tener su oportunidad de montarlo, aunque su padre no creía que un muchacho triunfara donde los más veteranos habían fracasado. Ante el asombro de todos, el futuro conquistador de Persia subió a lomos del que sería su amigo inseparable durante muchos años, Bucéfalo, y galopó sobre él con inopinada facilidad.

La doma de Bucéfalo

Sano, robusto y de gran belleza (siempre según

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