Alejandro Mangno
Enviado por Gabrielventura • 18 de Marzo de 2014 • 3.285 Palabras (14 Páginas) • 248 Visitas
Alejandro
Alejandro Magno murió en Babilonia un tórrido día de junio del año 323 a.C. Los lamentos se propagaron por la ciudad, los miembros de su guardia personal deambularon bañados en lágrimas; los persas se raparon la cabeza en señal de duelo; los templos apagaron sus fuegos. Sus generales se lanzaron a una vertiginosa y caótica lucha por el poder. Lucharon en torno a su féretro, en el que quizás aún estaba vivo aunque en coma terminal, ya que la frescura y el color natural de su cadáver –que había pasado cierto tiempo desatendido– produjeron gran asombro. Por fin se presentaron los embalsamadores, se le acercaron con sumo respeto y, «luego de orar para que fuera justo y legítimo que los mortales tocaran el cuerpo de un dios», emprendieron su tarea.
El hijo de Roxana aún no había nacido. Si Alejandro nombró sucesor en su lecho de muerte, nadie admitió haberlo oído. No existía heredero conocido de cuyo prestigio se le pudiera investir en medio del esplendor de sus exequias; durante décadas Grecia y Asia serían asoladas por intrigas y sacudidas por el paso de los ejércitos a medida que sus generales desgajaban fragmentos del imperio. A lo largo de dos años, mientras los elefantes avanzaban pesadamente tras el séquito de los jefes militares que cambiaban de bando, oro y piedras preciosas de incalculable valor iban a parar al taller en el que los maestros artesanos griegos perfeccionaban una carroza fúnebre digna de su destinatario. Se aceptó, cual si fuera una ley de la naturaleza, que el catafalco no debía ser superado en memoria, historia ni leyenda.
El féretro era de oro y el cuerpo que contenía estaba cubierto de especias preciosas. Los cubría un paño mortuorio púrpura bordado en oro, sobre el cual se exponía la panoplia de Alejandro. Encima, se construyó un templo dorado. Columnas jónicas de oro, entrelazadas con acanto, sustentaban un techo abovedado de escamas de oro incrustadas de joyas y coronado por una relumbrante corona de olivo en oro que bajo el sol llameaba como los relámpagos. En cada esquina se alzaba una Victoria, también en noble metal, que sostenía un trofeo. La cornisa de oro de abajo estaba grabada en relieve con testas de íbice de las que pendían anillas doradas que sustentaban una guirnalda brillante y policroma. En los extremos tenía borlas y de éstas pendían grandes campanas de timbre diáfano y resonante.
Bajo la cornisa habían pintado un friso. En el primer panel, Alejandro aparecía en un carro de gala, «con un cetro realmente espléndido en las manos», acompañado de guardaespaldas macedonios y persas. El segundo representaba un desfile de elefantes indios de guerra; el tercero, a la caballería en orden de combate, y el último, a la flota. Los espacios entre las columnas estaban cubiertos por una malla dorada que protegía del sol y de la lluvia el sarcófago tapizado, pero no obstruía la mirada de los visitantes. Disponía de una entrada guardada por leones de oro.
Los ejes de las ruedas doradas acababan en cabezas de león cuyos dientes sostenían lanzas. Algo habían inventado para proteger la carga de los golpes. La estructura era acarreada por sesenta y cuatro mulas que, en tiros de cuatro, estaban uncidas a cuatro yugos; cada mula contaba con una corona dorada, un cascabel de oro colgado de cada quijada y un collar incrustado de gemas.
Diodoro, que al parecer obtuvo esta descripción de un testigo presencial, afirma que era más soberbio visto que descrito. Alejandro siempre había enterrado con esplendor a sus muertos. En su época, los funerales eran regalos de honor más que manifestaciones de duelo.
«En virtud de su enorme fama atrajo a muchos espectadores; en cada ciudad a la que llegaba, la gente salía a su encuentro y lo seguía al partir, sin cansarse jamás del placer de contemplarlo.» Semana tras semana y mes tras mes, al ritmo de las laboriosas mulas, precedido por los constructores de carreteras y haciendo un alto mientras éstos allanaban el camino, veinticinco, dieciséis, ocho kilómetros diarios, parando en las ciudades donde ofrecían sacrificios y pregonaban epitafios, el resonante, reluciente y enorme santuario de oro atravesó lentamente mil seiscientos kilómetros de Asia; los amortiguadores, cuyo mecanismo no ha logrado desentrañar ningún investigador, protegieron en la muerte al cuerpo que en vida había sido tan poco cuidado. Al norte por el Éufrates, al este hasta el Tigris; un alto en Opis, lugar decisivo en el Camino Real hacia el oeste; hacia el norte para bordear el desierto arábigo. «Además, para rendir homenaje a Alejandro, Tolomeo acudió a su encuentro con un ejército y llegó hasta Siria.»
El homenaje de Tolomeo fue un secuestro reverente. Según la antigua costumbre, los reyes de Macedonia eran enterrados en Aegae, la antigua capital fortificada en lo alto de una colina. Existía la profecía según la cual la dinastía tocaría a su fin cuando la costumbre dejara de respetarse. Tolomeo, pariente de la familia real, debía de conocer bien aquella profecía, pero ya había elegido sagazmente su parte del imperio fisurado: Egipto, donde la conquista macedonia fue aclamada como liberación; donde Alejandro honró los santuarios profanados por el rey persa y recibió la divinidad; donde el propio Tolomeo se deshizo de un mal gobernador y alcanzó gran popularidad. Declaró que Alejandro había querido retornar a Egipto: ¿a qué otra tierra, si no a la de su padre Amón?
Probablemente Tolomeo tenía razón. Desde que a los veintidós años cruzó el Helesponto rumbo al este, Alejandro no se mostró dispuesto a volver a Macedonia. Se proponía centrar su imperio en Babilonia; había dejado de ser un joven conquistador macedonio para convertirse en un impresionante gran rey persa; estaba desarraigado, lo mismo que la totalidad de los oficiales jóvenes y ambiciosos que le siguieron. Tolomeo ya había demostrado su lealtad en años anteriores, cuando materialmente era más lo que podía perder que ganar. Y si ahora el prestigio de sepultar a su amigo era inmenso para Egipto y le permitía fundar una dinastía, Tolomeo tenía sobrados motivos para pensar que Alejandro le estaría agradecido. Si su cuerpo hubiese llegado a Macedonia, tarde o temprano habría sido destruido por el implacable Casandro. En Alejandría sería venerado durante siglos.
Por consiguiente, la comitiva que suscitaba un temor reverencial, a la que se sumaron un sátrapa egipcio y su ejército, puso rumbo sur desde Siria; pasó ante las murallas semiderruidas de Tiro y prosiguió a través de Judea. En una ciudad tras otra las huestes mezcladas de la escolta –macedonios, persas y egipcios– montaban sus tiendas en torno al tabernáculo del dios muerto, de cuya divinidad Tolomeo, aspirante a faraón salvador, extraería la propia. Se ocupaba de que estuviera bien exhibido
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