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Capitulo 12 Batallas En El Desierto


Enviado por   •  3 de Abril de 2013  •  2.193 Palabras (9 Páginas)  •  1.353 Visitas

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XII

COLONIA ROMA

Hubo un gran temblor en octubre. Apareció un cometa en

noviembre. Dijeron que anunciaba la guerra atómica y el fin del

mundo o cuando menos otra revolución en México. Luego se incendió

la ferretería La Sirena y murieron muchas personas. Al llegar las

vacaciones de fin de año todo era muy distinto para nosotros: mi

padre había vendido la fábrica y acababan de nombrarlo gerente al

servicio de la empresa norteamericana que absorbió sus marcas de

jabones. Héctor estudiaba en la Universidad de Chicago y mis

hermanas mayores en Texas.

Un mediodía yo regresaba de jugar tenis en el Júnior Club. Iba

leyendo una novelita de Perry Mason en la banca transversal de un

Santa María cuando, en la esquina de Insurgentes y Álvaro Obregón,

Rosales pidió permiso al chofer y subió con una caja de chicles

Adams. Me vio. A toda velocidad bajó apenadísimo a esconderse tras

un árbol cerca de "Alfonso y Marcos", donde mi madre se hacía

permanente y maniquiur antes de tener coche propio y acudir a un

salón de Polanco.

Rosales, el niño más pobre de mi antigua escuela, hijo de la

afanadora de un hospital. Todo ocurrió en segundos. Bajé del Santa María ya en movimiento, Rosales intentó escapar, fui a su alcance.

Escena ridícula: Rosales, por favor, no tengas pena. Está muy bien

que trabajes (yo que nunca había trabajado). Ayudar a tu mamá no

es ninguna vergüenza, todo lo contrario (yo en el papel de la Doctora

Corazón desde su Clínica de Almas). Mira, ven, te invito un helado en

La Bella Italia. No sabes cuánto gusto me da verte (yo el magnánimo

que a pesar de la devaluación y de la inflación tenía dinero de sobra).

Rosales hosco, pálido, retrocediendo. Hasta que al fin se detuvo y me

miró a los ojos.

No, Carlitos, mejor una torta, si eres tan amable. No me he

desayunado. Me muero de hambre. Oye ¿no me tienes coraje por

nuestros pleitos? Qué va, Rosales, los pleitos ya qué importan (yo el

generoso, capaz de perdonar porque se ha vuelto invulnerable).

Bueno, muy bien, Carlitos: vamos a sentarnos y conversamos.

Cruzamos Obregón, atravesamos Insurgentes. Cuéntame:

¿Pasaste de año? ¿Cómo le fue a Jim en los exámenes? ¿Qué dijeron

cuando ya no regresé a clases? Rosales callado. Nos sentamos en la

tortería. Pidió una de chorizo, dos de lomo y un Sidral Mundet. ¿Y tú,

Carlitos: no vas a comer? No puedo: me esperan en mi casa. Hoy mi

mamá hizo rosbif que me encanta. Si ahora pruebo algo, después no

como. Tráigame por favor una coca bien fría.

Rosales puso la caja de chicles Adams sobre la mesa. Miró hacia

Insurgentes: los Packards, los Buicks, los Hudsons, los tranvías

amarillos, los postes plateados, los autobuses de colores, los

transeúntes todavía con sombrero: la escena y el momento que no

iban a repetirse jamás. En el edificio de enfrente, General Electric,

calentadores Helvex, estufas Mabe. Largo silencio, mutua

incomodidad. Rosales inquietísimo, esquivando mis ojos. Las manos

húmedas repasaban el gastado pantalón de mezclilla.

Trajeron el servicio. Rosales mordió la torta de chorizo. Antes

de masticar el bocado tomó un trago de sidral para humedecerlo. Me dio asco. Hambre atrasada y ansiedad: devoraba. Con la boca llena

me preguntó: ¿Y tú? ¿Pasaste de año a pesar del cambio de escuela?

¿Te irás de vacaciones a algún lado? En la sinfonola terminó La

Múcura y empezó Riders in the Sky. En Navidad vamos a reunimos

con mis hermanos en Nueva York. Tenemos reservaciones en el Plaza.

¿Sabes lo que es el Plaza? Pero oye: ¿Por qué no me contestas lo que

te pregunté?

Rosales tragó saliva, torta, sidral. Temí que se asfixiara. Bueno,

Carlitos, es que, mira, no sé cómo decirte: en nuestro salón se supo

todo. ¿Qué es todo? Eso de la mamá. Jim lo comentó con cada uno de

nosotros. Te odia. Nos dio mucha risa lo que hiciste. Qué loco. Para

colmo, alguien te vio en la iglesia confesándote después de tu

declaración de amor. Y en alguna forma se corrió la voz de que te

habían llevado con el loquero.

No contesté. Rosales siguió comiendo en silencio. De pronto

alzó la vista y me miró: Yo no quería decirte, Carlitos, pero eso no es

lo peor. No, que otro te diga. Déjame acabarme mis tortas. Están

riquísimas. Llevo un día sin comer. Mi mamá se quedó sin trabajo

porque trató de formar un sindicato en el hospital. Y el tipo que ahora

vive con ella dice que, como no soy hijo suyo, él no está obligado a

mantenerme. Rosales, de verdad lo siento; pero eso no es asunto mío

y no tengo por qué meterme. Come lo que quieras y cuanto quieras -

yo pago- pero dime qué es lo peor.

Bueno, Carlitos, es que me da mucha pena, no sabes. Anda ya

de una vez, no me chingues, Rosales; habla, di lo que me ibas a

decir. Es que mira, Carlitos, no sé cómo decirte: la mamá de Jim

murió.

¿Murió? ¿Cómo que murió? Sí, sí: Jim ya no está en la escuela:

desde octubre vive en San Francisco. Se lo llevó su verdadero papá.

Fue espantoso. No te imaginas. Parece que hubo un pleito o algo con

el Señor ése del que Jim decía que era su padre y no era. Estaban él y la señora -se llamaba Mariana ¿no es cierto?- en un cabaret, en un

restorán o en una fiesta muy elegante en Las Lomas. Discutieron por

algo que ella dijo de los robos en el gobierno, de cómo se derrochaba

el dinero arrebatado a los pobres. Al Señor no le gustó que le alzara

la voz allí delante de sus amigos poderosísimos: ministros,

extranjeros millonarios, grandes socios de sus enjuagues, en fin. Y la

abofeteó delante de todo el mundo y le gritó que ella no tenía

derecho a hablar de honradez porque era una puta.

Mariana se levantó y se fue a su casa en un libre y se tomó un

frasco de Nembutal o se abrió las venas con una hoja de rasurar o se

pegó un tiro o hizo todo esto junto, no sé bien cómo estuvo. El caso

es que al despertar Jim la encontró muerta, bañada en sangre. Por

poco él también se muere del dolor y del susto. Como no estaba el

portero del edificio, Jim fue a avisarle a Mondragón: no tenía a nadie

...

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