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Ciudad Y Los Perros


Enviado por   •  25 de Noviembre de 2012  •  895 Palabras (4 Páginas)  •  1.142 Visitas

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Después tocaron la corneta y el

Piraña, las mandíbulas machuca y machuca, fue hasta el serrano Cava y yo pensaba "voy a llorar de pura

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rabia" y la maldita Mal papeada dale y dale a morder el zapato y la basta del pantalón, me la vas a pagar malagradecida, te vas a arrepentir de lo que haces. Aguanta serrano, ahora viene lo peor, después te irás tranquilo a la calle y no más militares, no más consignas, no más imaginarias. El serrano estaba inmóvil pero se seguía poniendo más pálido, su cara que es tan oscura se había blanqueado, desde lejos se notaba que le temblaba la barbilla. Pero aguantó. No retrocedió ni lloró cuando el Piraña le arrancó la insignia de la cristina y las solapas y después el emblema del bolsillo y lo dejó todo harapos, el uniforme roto y otra vez tocaron la corneta y los dos soldados se le pusieron a los lados y comenzaron a marcar el paso.

El serrano casi no levantaba los pies. Después se fueron hasta la pista de desfile. Tenía que torcer los ojos para verlo alejarse. El pobre no podía seguir el paso, se tropezaba y a ratos bajaba la cabeza, seguro para ver cómo le había quedado el uniforme de jotildo. Los soldados en cambio levantaban bien las piernas para que los viera el coronel. Después los tapó el muro y yo pensé, espérate Malpapeada, sigue comiéndote el pantalón, ahora te toca tu turno, ya la vas a pagar, y todavía no nos hicieron romper filas porque el coronel volvió a hablar sobre los próceres. Ya debes estar en la calle, serrano, esperando el ómnibus, mirando la Prevención por última vez, no te olvides de nosotros, y aunque te olvides, aquí quedan tus amigos del Círculo para ocuparse de la revancha. Ya no eres un cadete, sino un civil cualquiera, puedes acercarte a un teniente o a un capitán y no tienes que saludarlo, ni cederle el asiento ni la vereda. Malpapeada, por qué mejor no das un salto y me muerdes la corbata o la nariz, haz lo que quieras, estás en tu casa. Hacía un calor terrible y el coronel seguía hablando.

Cuando Alberto salió de su casa comenzaba a oscurecer y, sin embargo, sólo eran las seis. Había demorado lo menos media hora en arreglarse, lustrar los zapatos, dominar el impetuoso remolino del cráneo, armar la onda. Incluso, se había afeitado con la navaja de su padre el vello ralo que asomaba sobre el labio superior y bajo las patillas. Fue hasta la esquina de Ocharán y Juan Fanning y silbó.

Segundos después, Emilio aparecía en la ventana; también estaba acicalado.

-Son las seis - dijo Alberto-. Vuela.

-Dos minutos.

Alberto miró su reloj, compuso el pliegue del pantalón, extrajo unos milímetros el pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se contempló con disimulo en el cristal de una ventana: la gomina cumplía bien su cometido, el peinado se conservaba intacto. Emilio salió por la puerta de servicio.

-Hay gente en la sala -le dijo

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