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El Perro Nevado De Bolivar


Enviado por   •  2 de Febrero de 2014  •  5.593 Palabras (23 Páginas)  •  517 Visitas

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EL PERRO NEVADO

Tulio Febres Cordero

El silencio de los páramos es completo. No hay aves que canten, ni árboles que luchen con el viento, ni ríos estrepitosos que atruenen el espacio. Es una naturaleza grandiosa, pero llena de gravedad y de tristeza. Aquellos cerros desnudos y altísimos, acumulados al capricho, parecen las ruinas de un mundo en otro tiempo habitado por cíclopes y gigantes. Lo que pasa en alta mar, lo que pasa en la llanura inmensa, eso mismo sucede en los páramos andinos. El hombre se siente humillado ante la naturaleza y se recoge en sí mismo. Por eso la ascensión a las alturas de la cordillera venezolana no solamente es fatigosa para el cuerpo, sino abrumadora y triste para el espíritu. Bajo las mantas y abrigos que son necesarios al viajero para soportar un frío que acalambra los miembros, el alma también se recoge y busca el calor de los recuerdos, de los pensamientos y de los afectos que le son más caros en la vida.

En una brumosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante una legua de la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela. La casa parecía desierta, pero apenas habrían dado dos o tres toques en la puerta, cuando instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieron espantados. Un enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos aullidos. Era un animal corpulento y lanudo como un carnero, de la raza especial de los páramos andinos, que en nada cede a la muy afamada de los perros del monte de San Bernardo.

Ante la actitud resuelta y amenazadora del perro brillaron de súbito diez o doce lanzas enristradas contra él, pero en el mismo instante se oyó a espaldas de los dragones una voz de mando que en el acto fue obedecida:

—¡No hagáis daño a ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más hermosos que he conocido!

Era la voz del Brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los ventisqueros de los Andes con un reducido ejército. Por algunos momentos estuvo admirando al perro que parecía dispuesto a defender por sí solo el paso contra toda el escolta de caballería hasta que el dueño de la casa, don Vicente Pino, salió a la puerta y lo llamó con instancia.

—¡Nevado! ... ¡Nevado! ¿Qué es eso?

El fiel animal obedeció en el acto y se volvió para el patio de la casa gruñendo sordamente. Su pinta era en extremo rara y a ella debía el nombre de Nevado, porque siendo negro como un azabache, tenía las orejas, el lomo y la cola blancos, muy blancos, como los copos de nieve. Era una viva representación de la cresta nevada de sus nativos montes.

El señor Pino, que era un respetable propietario, se puso inmediatamente a las órdenes de Bolívar y sus oficiales, y obtenidos de él los informes que necesitaban referentes a la marcha que hacían, la continuaron hasta Mucuchíes, donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado con ojos de admiración y profunda simpatía, y al despedirse, preguntó al señor Pino si seria fácil conseguir un cachorro de aquella raza.

—Muy fácil me parece —le contestó—, y desde luego me permito ofrecer a Su Excelencia que esta misma tarde lo recibirá en Mucuchíes, como un recuerdo de su paso por estas alturas.

Media hora después de haber llegado el Brigadier a la citada villa, le avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su alojamiento. Era un chico de once a doce años, hijo del señor Pino, que iba de parte de éste, con el perro ofrecido.

—¡El mismo perro Nevado! —exclamó Bolívar—. ¿Es este el cachorro que me envía su padre?

—Sí, señor, este mismo, que es todavía un cachorro y puede acompañarle mucho tiempo.

—¡Oh, es una preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que agradezco en lo que vale su generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero sacrificio desprenderse de un perro tan hermoso.

El chico regresó a Moconoque aquella misma tarde satisfecho de los agasajos y muestras de cariño que recibió de Bolívar. Este niño fue don Juan José Pino, que llegó a ser padre de una numerosa y honorable familia de Mérida y alcanzó la avanzada edad de noventa y cuatro años.

Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no cesaba de acariciar a Nevado, que por su porte no tardó en corresponderle las caricias, haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad que más de una vez hizo tambalear al libertador al echársele encima para ponerle las manos en el pecho.

Averiguado con varios señores de Mucuchíes si habría en la tropa algún recluta del lugar conocedor del perro, para confiarle su cuidado y vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Campo Elías había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino, y de consiguiente, conocedor del perro y de sus costumbres.

No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden a Campo Elías, que estaba acampado fuera del pueblo, para que le mandase al consabido indio, llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de treinta años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La orden, despachada a secas sin ninguna explicación, fue militarmente obedecida. El indio se encomendó a Dios, confuso y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado y conducido a Mucuchíes con la mayor seguridad y sin dilación alguna. El pobre creyó que lo iban a fusilar.

Era ya de noche, y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del lugar, revisaba el campamento acompañado de algunos oficiales, cuando se le presentaron con el recluta.

—¿Eres tú el indio Tinjacá?

—Sí, señor.

—¿Conoces el perro Nevado del señor Pino?

—Sí, señor, se ha criado conmigo.

—¿Estás seguro de que te seguirá a dondequiera que vayas sin necesidad de cadena?

—Si, señor, siempre me ha seguido —contestó el indio volviendo en sí de su estupor.

—Pues te tomo a mi servicio con el único encargo de cuidar el perro.

El indio estaba tan turbado por la brusca transición efectuada en su ánimo, que no acertó a decir palabra alguna de agradecimiento. Al cabo se atrevió a preguntar tímidamente dónde estaba el perro.

—Está amarrado en mi alojamiento —le contestó Bolívar.

—Pues si su merced quiere una prueba del cariño que me tiene Nevado, mande que lo suelten y le respondo que al punto se vendrá para acá, a pesar de la distancia y de la oscuridad de la noche.

Bolívar clavó sus ojos en el indio y se sonrió, manifestando de este modo su incredulidad; pero después

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