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El Príncipe: Capítulo VII De Los Principados Nuevos Que Se Adquieren Con Armas Y Fortuna De Otros


Enviado por   •  19 de Febrero de 2014  •  2.407 Palabras (10 Páginas)  •  504 Visitas

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Los que sólo por la suerte se convierten en príncipes poco esfuerzo necesitan para llegar a serlo, pero no se mantienen sino con muchísimo. Las dificultades no surgen en su camino, porque tales hombres vuelan, pero se presentan una vez instalados. Me refiero a los que compran un Estado o a los que lo obtienen como regalo, tal cual sucedió a muchos en Grecia, en las ciudades de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos príncipes por Darío a fin de que le conservasen dichas ciudades para su seguridad y gloria; y como sucedió a muchos emperadores que llegaban al trono corrompiendo los soldados. Estos príncipes no se sostienen sino por la voluntad y la fortuna --cosas ambas mudables e inseguras-- de quienes los elevaron; y no saben ni pueden conservar aquella dignidad. No saben porque, si no son hombres de talento y virtudes superiores, no es presumible que conozcan el arte del mando, ya que han vivido siempre como simples ciudadanos; no pueden porque carecen de fuerzas que puedan serles adictas y fieles. Por otra parte, los Estados que nacen de pronto, como todas las cosas de la naturaleza que brotan y crecen precozmente, no pueden tener raíces ni sostenes que los defiendan del tiempo adverso; salvo que quienes se han convertido en forma tan súbita en príncipes se pongan a la altura de lo que la fortuna ha depositado en sus manos, y sepan prepararse inmediatamente para conservarlo, y echen los cimientos que cualquier otro echa antes de llegar al principado.

Acerca de estos dos modos de llegar a ser príncipe -por méritos o por suerte-, quiero citar dos ejemplos que perduran en nuestra memoria: el de Francisco Sforza y el de César Borgia. Francisco, con los medios que correspondían y con un gran talento, de la nada se convirtió en duque de Milán, y conservó con poca fatiga lo que con mil afanes había conquistado. En el campo opuesto, César Borgia, llamado duque Valentino por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado que se ha obtenido con armas y apoyo ajenos. Porque, como ya he dicho, el que no coloca los cimientos con anticipación podría colocarlos luego si tiene talento, aun con riesgo de disgustar al arquitecto y de hacer peligrar el edificio. Si se examinan los progresos del duque, se verá que ya había echado las bases para su futura grandeza; y creo que no es superfluo hablar de ello, porque no sabría qué mejores consejos dar a un príncipe nuevo que el ejemplo de las medidas tomadas por él. Que si no le dieron el resultado apetecido, no fue culpa suya, sino producto de un extraordinario y extremado rigor de la suerte.

Para hacer poderoso al duque, su hijo, tenía Alejandro VI que luchar contra grandes dificultades presentes y futuras. En primer lugar, no veía manera de hacerlo señor de algún Estado que no fuese de la Iglesia; y sabía, por otra parte, que ni el duque de Milán ni los venecianos le consentirían que desmembrase los territorios de la Iglesia, porque ya Faenza y Rímini estaban bajo la protección de los venecianos. Y después veía que los ejércitos de Italia, y especialmente aquellos de los que hubiera podido servirse, estaban en manos de quienes debían temer el engrandecimiento del papa; y mal podía fiarse de tropas mandadas por los Orsini, los Colonna y sus aliados. Era, pues, necesario remover aquel estado de cosas y desorganizar aquellos territorios para apoderarse sin riesgos de una parte de ellos. Lo que le fue fácil, porque los venecianos, movidos por otras razones, habían invitado a los franceses a volver a Italia; lo cual no sólo no impidió, sino facilitó con la disolución del primer matrimonio del rey Luis. De suerte que el rey entró en Italia con la ayuda de los venecianos y el consentimiento de Alejandro. Y no había llegado aún a Milán cuando el papa obtuvo tropas de aquél para la empresa de la Romaña, a la que nadie se opuso gracias a la autoridad del rey. Adquirida, pues, la Romaña por el duque, y derrotados los Colonna, se presentaban dos obstáculos que impedían conservarla y seguir adelante. uno, sus tropas, que no le parecían adictas; el otro, la voluntad de Francia. Temía que las tropas de los Orsini, de las cuales se había valido, le faltasen en el momento preciso, y no sólo le impidiesen conquistar más, sino que le arrebatasen lo conquistado; y otro tanto temía del rey. Tuvo una prueba de lo que sospechaba de los Orsini cuando, después de la toma de Faenza, asaltó a Bolonia, en cuyas circunstancias los vio batirse con frialdad. En lo que respecta al rey, descubrió sus intenciones cuando, ya dueño del ducado de Urbino, se vio obligado a renunciar a la conquista de Toscana por su intervención. Y entonces decidió no depender más de la fortuna y las armas ajenas. Lo primero que hizo fue debilitar a los Orsini y a los Colonna en Roma, ganándose a su causa a cuantos nobles les eran adictos, a los cuales señaló crecidos sueldos y honró de acuerdo con sus méritos con mandos y administraciones, de modo que en pocos meses el afecto que tenían por aquéllos se volvió por entero hacia el duque. Después de lo cual, y dispersado que, hubo a los Colonna, esperó la ocasión de terminar con los Orsini. Oportunidad que se presentó bien y que él aprovechó mejor. Los Orsini, que muy tarde habían comprendido que la grandeza del duque y de la Iglesia generaba su ruina, celebraron una reunión en Magione, en el territorio de Perusa, de la que nacieron la rebelión de Urbino, los tumultos de Romaña y los infinitos peligros por los cuales atravesó el duque; pero éste supo conjurar todo con la ayuda de los franceses. Y restaurada su autoridad, el duque, que no podía fiarse do los franceses ni de los demás fuerzas extranjeras, y que no se atrevía a desafiarlas, recurrió a la astucia; y supo disimular tan bien sus propósitos, que los Orsini, por intermedio del señor Paulo -a quien el duque colmó de favores para conquistarlo, sin escatimarle dinero, trajes ni caballos-, se reconciliaron inmediatamente, hasta tal punto, que su candidez los llevó a caer en sus manos en Sinigaglia. Exterminados, pues, estos jefes y convertidos los partidarios de ellos en amigos suyos, el duque tenia construidos sólidos cimientos para su poder futuro, máxime cuando poseía toda la Romaña y el ducado de Urbino y cuando se había ganado la buena voluntad de esos pueblos, a los cuales empezaba a gustar el bienestar de su gobierno.

Y porque esta parte es digna de mención y de ser imitada por otros, conviene no pasarla por alto. Cuando el duque se encontró con que la Romaña conquistada estaba bajo el mando de señores ineptos que antes despojaban a sus súbditos que los gobernaban, y que más les daban motivos de desunión que de unión, por lo cual se sucedían continuamente

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