Ensayo Columna De Hirro
Enviado por jesusbarcelona • 16 de Noviembre de 2011 • 4.089 Palabras (17 Páginas) • 1.218 Visitas
-¿Qué es esta porquería?
-Grasa de buitre -contestó el médico con tono orgulloso-. A dos sester¬cios el bote y garantizada para aliviar toda inflamación.
Los esclavos removieron las ascuas del brasero y Marco Tulio se estre¬meció bajo las mantas. Sobre sus pies le habían colocado un cobertor de pie¬les, pero él seguía sintiendo frío.
-Dos sestercios -repitió sombrío-. ¿Qué ha dicho de eso la señora Helvia?
-No lo sabe -repuso el médico.
Marco Tulio sonrió al pensar en lo que diría.
-Ese dinero lo anotará en los gastos de la casa -comentó-. Es excelente tener una esposa ahorrativa en estos tiempos de prodigalidad; aunque no siempre, si algo como este vil ungüento ha de ser añadido al gasto de alubias y utensilios de cocina. Creo que deberíamos llevar una cuenta de médi¬cos y medicinas.
-Esta grasa se la he comprado a otro médico -contestó el galeno con un ligero tono de reproche-. La señora Helvia hace todo lo posible para no tener que tratar con comerciantes. Si esto lo hubiera tenido que comprar en una tienda, me habría costado cinco sestercios y no dos.
-Sin embargo, los dos sestercios figurarán en la cuenta de gastos domés¬ticos -dijo Marco Tulio-. El coste de los lienzos y las prendas de lana para el niño que ha de nacer figurará entre el de las ollas, el pescado y la harina. Sí, una esposa ahorrativa es algo excelente; pero yo, como esposo, en cierto modo estoy resentido de que me enumeren entre los orinales y el queso de ca¬bra. Yo mismo lo he visto.
Tosió fuertemente y el médico se sintió complacido.
-¡Vaya! -exclamó-. Esa tos va mejor.
-Hay veces -continuó Marco Tulio- en que un paciente, si quiere salvar su vida, debe apresurarse a mejorar para escapar de las recetas de su médico y sus porquerías. Es instinto de conservación. ¿Qué tiempo hace hoy?
-Muy malo y fuera de lo normal -respondió el médico-. Ha nevado. Las colinas y los pastos están cubiertos de nieve y el río se ha helado, pero el cie¬lo está claro y despejado. Corre un vivo vientecillo del norte, pero eso le ayu¬dará a curarse, amo. Lo que hay que temer es el viento del este y especial¬mente el del sudeste.
Marco Tulio estaba empezando a entrar en calor, no por el ardor de la fie¬bre, sino por la recuperación de la salud. Su ropa interior de lana comenzó a picarle y cada vez era más fuerte el hedor de la grasa de buitre. Se apresuró a taparse de nuevo el pecho con las mantas.
-Aún está por ver -dijo- si he de ser asfixiado por este hedor o por con¬gestión de los pulmones. Creo que preferiría lo último.
Y tosió para convencerse. El dolor del pecho iba remitiendo. Echó un vis¬tazo en derredor y vio a los esclavos diligentemente ocupados en echar más carbón al brasero.
-Ya basta -refunfuñó-. ¡Voy a ahogarme en mi propio sudor!
No era un hombre irritable por naturaleza, sino amable y cariñoso, siempre un poco abstraído. El médico se sintió animado ante esta irritabilidad, que sig¬nificaba que su paciente se recuperaría pronto. Se quedó mirando aquel rostro moreno y delgado que destacaba entre los blancos almohadones y sus grandes ojos negros que nunca lograban, a pesar de sus esfuerzos, parecer severos. Sus rasgos eran suaves y precisos, su entrecejo denotaba benevolencia y su barbi¬lla, indecisión. Era un hombre joven y representaba menos edad de la que tenía, lo cual le fastidiaba. Tenía la calma y las manos en cierto modo pasivas del in-telectual. Su fino cabello castaño le crecía desordenado y caía sobre su alarga¬do cráneo como si hubiera sido pintado allí y nunca fuera a crecer erguido a la manera de un hombre auténticamente viril.
Oyó pasos y dio otro respingo. Su padre venía a su dormitorio. Su padre, que era un romano chapado a la antigua. Cerró los ojos y fingió estar dor¬mido. Quería a su padre, pero le resultaba pesado con todas aquellas histo¬rias sobre la grandeza de su familia, una grandeza que Tulio sospechaba a veces que no había existido. Los pasos eran firmes y pesados y el padre, que también se llamaba Marco Tulio Cicerón, entró finalmente en el apo¬sento.
-Bien, Marco -dijo con su vozarrón-. ¿Cuándo pensamos levantarnos?
Marco Tulio atisbó la luz del sol a través de sus pestañas. No respondió. Las blancas paredes de madera de su dormitorio reflejaban el resplandor, que de repente le pareció demasiado intenso.
-Está durmiendo, amo -dijo el médico en son de excusa.
-¡Uf! ¿A qué se debe este mal olor? -preguntó el padre, un hombre alto, delgado e irascible que llevaba una barba al estilo antiguo que, según él, le hacía parecerse a Cincinato.
-Es grasa de buitre -explicó el galeno-. Muy cara, pero eficaz.
-Haría resucitar a un muerto -dijo el padre.
-Ha costado dos sestercios -respondió el médico guiñándole. Era un li¬berto y como médico había llegado a ser ciudadano romano, lo cual le per¬mitía tomarse ciertas libertades.
El padre sonrió con acritud.
-Dos sestercios -repitió-. Eso haría que la señora Helvia recontase la cal¬derilla de su monedero -resopló ruidosamente-. La frugalidad es una virtud, pero los dioses fruncen el entrecejo ante la avaricia. Yo me consideraba un maestro en el arte de sacar tres sestercios donde antes sólo se sacaban dos, pero, ¡por Pólux!, ¡la señora Helvia debió ser banquero! ¿Cómo se encuentra mi hijo?
-Se va reponiendo, amo.
El anciano se inclinó sobre el lecho.
-Ahora que lo pienso -comentó-, mi hijo se mete en cama cada vez que la señora Helvia se pone muy dominante..., ¡y eso que está embarazada! ¿Qué opinas de esto, Felón?
El médico sonrió discretamente y se quedó mirando a su paciente, al que se suponía dormido.
-Hay naturalezas amables -contestó con diplomacia-, y a menudo la reti¬rada es un medio de asegurarse la victoria.
-Me han dicho que a la señora Helvia han tenido que llevarla apresurada¬mente al lecho. ¿Es inminente el nacimiento del niño?
-Puede nacer cualquier día de éstos -respondió el médico, preocupado-. Iré a verla enseguida.
Salió apresuradamente de la habitación, con sus vestiduras de lino arre¬molinándose. El padre se inclinó sobre la cama.
-Marco -dijo-. Sé que no estás dormido y tu esposa está a punto de dar a luz. No trates de eludirme fingiendo que duermes. Tú nunca has roncado.
Marco Tulio gimió débilmente y no tuvo más remedio que abrir los ojos. Los ojillos de su padre, negros y vivaces, parecían estar danzando sobre él.
-¿Quién ha dicho que está a punto de dar a luz? -preguntó.
-Hay mucho movimiento en los aposentos de las mujeres, han pues¬to agua a calentar y la comadrona se ha colocado un delantal. -Se
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