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Ferro, Marc: “Cap. 14: Las tensiones nuevas y las viejas” en La Gran Guerra 1914-1918


Enviado por   •  13 de Enero de 2017  •  Apuntes  •  4.217 Palabras (17 Páginas)  •  394 Visitas

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Ferro, Marc: “Cap. 14: Las tensiones nuevas y las viejas” en La Gran Guerra 1914-1918

Militares vs Parlamentarios

La Gran Guerra se va a desarrollar bajo el signo de una confrontación entre el poder civil y el poder militar. Los recientes estados constituidos conforme a las reglas de la democracia constitucional (salvo Rusia) se van a topar con un conflicto bélico cuya magnitud no tenía precedentes y para el cual había que descubrir nuevos modos de gestión a medida que la guerra se iba desarrollando. Las tensiones entre los militares y la administración civil no eran problemáticas en momentos de triunfos, pero sí cuando la invasión enemiga amenazaba el propio territorio o cuando el número de caídos se incrementaba. Es por esto que el conflicto entre militares y parlamentarios explotó antes entre las filas de los aliados.

En el caso de FRANCIA, las tensiones entre militares y parlamentarios no eran nuevas. Durante gran parte de la Tercera República, el ejército fue en su mayoría antirrepublicano y contrarrevolucionario. Los militares tuvieron la prohibición de interferir en política por mucho tiempo. El fracaso del movimiento liderado por el militar Georges Boulanger (que había logrado concitar la adhesión de diversos sectores antirrepublicanos detrás de su candidatura) y el traspaso del caso Dreyfus a manos de un tribunal civil, que anuló el fallo realizado por la propia corte militar francesa, no habían hecho más que avivar el descontento militar hacia los políticos de la Tercera República y desde entonces, ciertos sectores del ejército esperaban con ansias el momento de la revancha. Estas tensiones, políticas desde sus inicios, tomarán la forma de un conflicto de autoridad en 1914, con la amenaza de la invasión alemana sobre París. Estas circunstancias dotaron al ejército de un poder extraordinario.

Al frente del ejército se encontraba Joffre que, si bien era partidario de la República, entendía que el ejército debía concentrar toda la autoridad en la planificación y gestión de las operaciones. Muchos de sus colegas mantenían fuertes lazos con el clero, lo cual, para los civiles era una señal de alarma. Sin embargo, la necesidad “patriótica” los llevó a contemporizar en nombre de la Unión Sagrada, a expensas de cualquier divergencia ideológica, en miras de combatir al enemigo. Joffre y el Estado Mayor aprovecharon la situación de crisis provocada por la guerra (e incluso por las primeras derrotas de las que eran ellos los máximos responsables) para, en nombre del secreto militar, negar informaciones al gobierno, al Parlamento y al país. A fines de 1915, sin embargo, las reiteradas hecatombes en el frente fueron imposibles de ocultar, así como las nulas ganancias obtenidas con ellas. En forma gradual el gobierno y las cámaras recuperaron protagonismo, aunque sin ir mucho más allá de un derecho de supervisión que tenía bastante de ilusorio. Las comisiones parlamentarias que visitaban las trincheras y los reclamos del gobierno de una mayor participación en la definición de los temas militares sólo obtuvieron un resultado parcialmente positivo. Y al final las acusaciones cruzadas entre civiles y militares sobre la culpa por el despilfarro con que se había sacrificado a la juventud francesa en el frente, se diluyeron con la victoria. El final de la guerra convirtió en héroes a los jefes militares.  

En REINO UNIDO, con la diferencia de que aquí el poder civil madrugó al militar. El más en vista de los militares, lord Horatio Kitchener, que ocupaba la carga de secretario de estado para la guerra en 1914, fue privado de poder al derivar el planeamiento estratégico del conflicto al gabinete en su totalidad. Para ello el primer ministro Asquith se valió del apoyo de los colegas de Kitchener que estaban al frente del ejército en Francia. Estos recelaban de la estrategia “periférica” de Kitchener –bastante similar a la escogida por Churchill-, y lo acusaban de ser “orientalista” en vez de “occidentalista”. En la estela del fracaso de la campaña de los Dardanelos, de los reveses en Mesopotamia y de la crisis de municiones que se había puesto de manifiesto en las batallas de Artois, Asquith limitó los poderes de Kitchener. Pero al hacerlo dio mayor influencia a los jefes que había jugado en contra de este y que estaban obsesionados con el tema de la ruptura del frente alemán en Francia como método más eficaz para ganar la guerra. O que preconizaban, en su defecto, una terrible guerra de usura para ir consumiendo el material humano del contendiente menos provisto de este; Kitchener había aconsejado en contra de este tipo de procedimiento: la disminución de su poder y su muerte poco después en el Mar del Norte determinaron que el cuartel general en Francia acumulase un poder de decisión contra el cual el gabinete y el parlamento sostuvieron otra lucha de desgaste, con resultados alternativos y con frecuencia poco felices. La inquina entre los dos sectores hizo que políticos y militares se motejasen peyorativamente, entre bastidores, como “frocks” y “brass hats”, es decir, “levitas” y “sombreros de latón”. El juego de influencias que unos y otros ejercieron en el ámbito del parlamento y de la corte –el general Haig tenía llegada directa al rey Jorge V-, condicionaron muchas decisiones. Fue imposible retener a Haig de lanzar una serie de ofensivas devastadoras (a veces más para los ingleses que para los alemanes) con motivos como aliviar la situación de los franceses o la necesidad de proceder a la conquista de las bases de los submarinos alemanes en puertos de la costa belga. El coste desmesurado de estas campañas determinó a su vez a David Lloyd George, el primer ministro que había sucedido a Anthony Asquith y que era personalidad tan astuta como enérgica, a retacearle los refuerzos que solicitaba el comandante en Francia. Era un expediente para limitar la sangría. Al hacer esto, sin embargo, si bien paralizaba en parte las ofensivas insensatas en Flandes, también debilitaba al ejército inglés, dejándolo en condiciones de inferioridad para el momento en que hubo que resistir el último y más violento envite alemán en marzo de 1918, la ofensiva con la que Ludendorff imaginaba a su vez que ganaría la partida.  

RUSIA. Burócratas y militares se echarán culpas mutuamente sobre el desarrollo de la guerra. La Duma culpará al Gobierno.

ITALIA. Las disputas entre el poder civil y el poder militar fue expresión de un fenómeno más amplio: el desinterés general de los italianos por la guerra. Hasta la batalla de Caporetto en 1917 (que obligó a las tropas italianas a retroceder hasta el río Tagliamento frente al crudo y sorpresivo ataque de las fuerzas austro-alemanas y que culminó con el desplazamiento de Cadorna como comandante en jefe del ejército italiano), la guerra era percibida como un conflicto colonial más. Los ejércitos estaban mal equipados y los créditos que otorgaba el Parlamento no se distribuían a la par de las exigencias de la guerra. El poder civil, por su parte, acusaba a Cadorna de no rendir cuentas al gobierno del desempeño del ejército en el campo de batalla. El ejército, en cambio, cargaba la responsabilidad de la desmotivación de sus tropas al primer ministro, Orlando, acusado de debilidad ante los pacifistas.

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