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HISTORIA DE LA VIDA DE UN PROLETARIO


Enviado por   •  21 de Febrero de 2015  •  5.737 Palabras (23 Páginas)  •  309 Visitas

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HISTORIA DE LA VIDA DE UN PROLETARIO (1)

Bartolomé Vanzetti

Los primeros pasos

Mi vida no puede pretender el honor de una autobiografía. Anónimo yo mismo en el montón de los anónimos, he querido simplemente tomar y reflejar rápidamente un breve momento de la dinámica inquietud ideal que lleva a la humanidad hacia mejores destinos.

Nací el 11 de junio de 1888, de G. Battista Vanzetti y Giovanna Vanzetti, en Villafalleto, provincia de Cuneo, Piamonte. La población, que se levanta sobre la orilla derecha del Magra, al abrigo de una hermosa cadena de cerros, es principalmente una comunidad agrícola. Allí viví hasta los trece años de edad en el seno de mi familia.

Concurrí a las escuelas locales y amaba el estudio. Mis más lejanos recuerdos son los premios ganados en los exámenes escolares, y una segunda distinción en catecismo. Mi padre dudaba entre dejarme proseguir los estudios o enseñarme algún oficio. Un día leyó en la Gazzetta del Popolo que en Turín 42 abogados habían concurrido para ocupar un puesto por 35 liras mensuales. Esta noticia fue decisiva en mi infancia, porque mi padre se resolvió a que yo aprendiera una profesión y fuera comerciante.

Para eso, en 1901, me condujo ante el señor Conino, que dirigía una pastelería en la ciudad de Cuneo, y allí me dejó gustar -por primera vez- el sabor del duro e implacable trabajo. Trabajé como 20 meses, desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, todos los días, menos tres horas de asueto dos veces al mes. De Cuneo pasé a Cavour, y entré en la panadería del señor Goitre, puesto que conservé por tres años. Las condiciones no eran mejores que en Cuneo, con la diferencia de que los momentos libres alcanzaban a cinco horas en dos veces al mes.

No me agradaba el comercio, pero me quedé para satisfacer a mi padre y porque no sabía qué otra cosa elegir. En 1905 abandoné Cavour por Turín, esperando hallar trabajo en la gran ciudad. Malogradas mis esperanzas, fui más lejos, a Courgne, donde me ocupé por seis meses. Luego volví a Turín y trabajé de caramelero.

En Turín, febrero de 1907, caí seriamente enfermo. Sufrí mucho, encerrado, privado de aire, de sol y de alegría, como una triste flor sombría.

Pero llegaron noticias a mi familia y mi padre vino de Villafalleto para llevarme a mi tierra natal. En casa -me dijo él- sería cuidado por mi buena, mi amantísima madre. Y entonces volví, después de seis años de haberme agotado en la fétida atmósfera de las panaderías y de las cocinas de restaurants, donde raramente penetra un soplo de Dios o un rayo de luz de su gloria. Seis años que podrían haber sido hermosos para un muchacho ávido de saber y sediento de contacto vivificador con el ambiente de la simple vida campesina de su aldea. Años del gran milagro que transforma al niño en hombre.

¡Ah! ¡Quién me hubiera dado tiempo para atender al maravilloso desarrollo!

En las tres horas de tren dediqué mis pensamientos a aquellos que han sufrido pleuresía alguna vez. Pero aun a través de la niebla de melancolía pude contemplar la magnífica tierra que atravesaba y que ocupó también mis sentimientos. El verde oscuro de los valles del norte de Italia, que ningún invierno puede agostar, es hasta hoy un recuerdo vivo en mí.

Mi madre me recibió tiernamente, llorando desde lo hondo de sus alegrías y sus tristezas. Me hizo guardar cama -había olvidado casi que las manos pueden acariciar tan dulcemente. Un mes estuve en cama y dos meses después pude andar, apoyado en grueso bastón. Al fin recobré mi salud. Desde entonces hasta que partí para América, estuve en casa de mis padres. Ese fue uno de los más felices períodos de mi vida. Tenía veinte años; la mágica edad de las esperanzas y los sueños, aun para aquellos que, como yo, hojearon prematuramente las páginas del libro de la vida. Me hice de muchos amigos y dí libertad al amor que guardaba en mi corazón.

Ayudaba a cuidar el jardín de mi casa con un entusiasmo que no había tenido nunca en las ciudades.

Pero aquella serenidad fue muy pronto turbada por el más penoso infortuno que puede agobiar a un hombre. Un mal día mi madre cayó enferma. Lo que ella, su familia y yo sufrimos ninguna pluma puede describirlo. El más leve ruido le causaba atroces espasmos. Muchas veces me precipitaba hacia el grupo de jóvenes que se reunían al caer de la tarde a lo largo de la calle a cantar alegremente a las primeras estrellas para implorarles al amor de Dios y la tranquilidad de sus propias madres Muchas veces, por conversar, rogué a los hombres que me acompañaran a cualquier parte.

En las pocas semanas últimas de su vida, sus estertores agónicos fueron tan dolorosos que ni mi padre, ni sus parientes, ni sus más queridos amigos tenían el ánimo suficiente para aproximarse a su lado. Me quedé solo para reconfortarla lo mejor que pude. Día y noche lo pasaba con ella, torturado por el espectáculo de su dolor. Durante dos meses dormí vestido.

Ni la ciencia ni el amor pudieron nada. Al cabo de tres meses de brutal padecimiento expiró en mis brazos. Murió sin haberme sentido llorar. Yo mismo la puse en el ataúd, la acompañé hasta su última morada y fui el primero en arrojar un puñado de tierra sobre sus restos.

Era justo que lo hiciera así, pues era una parte de mí mismo ... El vacío que dejara jamás fue colmado. Pero era demasiado ya. El tiempo, lejos de mitigar la pérdida, la hizo más cruel. Ví envejecer a mi padre prontamente. Me tomé solitario, más callado; pasaba los días sin pronunciar palabra, vagando por entre los bosques que bordean el Magra. Muchas veces, al pasar por el puente, me detuve largo rato a mirar las blancas piedras del cauce arenoso, pensando que en aquel lecho ellas no tendrían pesadillas.

Este trance angustioso de mi espíritu me decidió a abandonar a Italia e irme a América.

El 9 de julio de 1908 dejé a los míos. Fue tanta mi tristeza al partir que abracé a mis parientes y los besé sin poder proferir una palabra. Mi padre también había enmudecido en su profundo pesar, y mis hermanas lloraron como al morir mi madre.

Mi partida había llamado la atención del vecindario, y los amigos llenaron la casa. Todos con una palabra de esperanza, una bendición o una lágrima. Luego me acompañaron todos una buena parte de camino, como si un ciudadano hubiera sido desterrado para siempre.

Un incidente está vivo en mi memoria: varias horas antes de la despedida se acercó a darme el adiós una viejecita que conservaba para mí un sentimilmto maternal desde la muerte de mi madre. La encontré en la puerta de su casa con la joven esposa de su hijo.

¡Ah! has venido, -me dijo-; yo te esperaba. Ve, y que el amor de Dios te acompañe siempre. Nunca había visto yo un hijo

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