LA Bella Alma De Don Damian
Enviado por lmao27 • 12 de Octubre de 2014 • 3.626 Palabras (15 Páginas) • 537 Visitas
Juan Bosch
(República Dominicana, 1909-2001)
La bella alma de Don Damián
Don Damián entró en la inconsciencia rápidamente, a compás con la fiebre que iba subiendo por encima de treinta y nueve grados. Su alma se sentía muy incómoda, casi a punto de calcinarse, razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el corazón. El alma tenía infinita cantidad de tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada uno metido en una vena y algunos sumamente delgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y a medida que iba haciéndolo Don Damián perdía calor y empalidecía. Se le enfriaron primero las manos, luego las piernas y los brazos; la cara comenzó a ponerse atrozmente pálida, cosa que observaron las personas que rodeaban el lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo que era tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas palabras y pensó: “Hay que apresurarse, o viene ese señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me queme la fiebre”.
Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas entraba una luz lívida, que anunciaba el próximo nacimiento del día. Asomándose a la boca de Don Damián —que se conservaba semiabierta para dar paso a un poco de aire— el alma notó la claridad y se dijo que si no actuaba pronto no podría hacerlo más tarde debido a que la gente la vería salir y le impediría abandonar el cuerpo de su dueño. El alma de Don Damián era ignorante en ciertas cosas; por ejemplo, no sabía que una vez libre resultaba totalmente invisible.
Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la soberbia cama donde yacía el enfermo, y se dijeron frases atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada como estaba en escapar de su prisión. La enfermera entró con una jeringa hipodérmica en la mano.
— ¡Ay, Dios mío, Dios mío, que no sea tarde! —clamó la voz de la vieja criada.
Pero era tarde. A un mismo tiempo la aguja penetraba en un antebrazo de Don Damián y el alma sacaba de la boca del moribundo sus últimos tentáculos. El alma pensó que la inyección había sido un gasto inútil. En un instante se oyeron gritos diversos y pasos apresurados, y mientras alguien —de seguro la criada, porque era imposible que se tratara de la suegra o de la mujer de Don Damián— se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía del centro del techo. Allí se agarró con suprema fuerza y miró hacia abajo; Don Damián era ya un despojo amarillo, de facciones casi transparentes y duras como el cristal; los huesos del rostro parecían haberle crecido y la piel tenía un brillo repelente. Junto a él se movían la suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en el lecho sollozaba la anciana criada. El alma sabía a ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero no quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía ser vista allí donde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con indescriptible miedo. De pronto vio a la suegra de Don Damián tomar a su hija de un brazo y llevarla al pasillo; allí le habló, con acento muy bajo. Y he aquí las palabras que oyó el alma:
—No vayas a comportarte ahora como una desvergonzada. Tienes que demostrar dolor.
—Cuando llegue gente, mamá —susurró la hija.
—No, desde ahora. Acuérdate que la enfermera puede contar luego...
En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama como una loca diciendo:
— ¡Damián, Damián mío; ay mi Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin tí, Damián de mi vida?
Otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la de Don Damián, trepada en su lámpara, admiró la buena ejecución del papel. El propio Don Damián procedía así en ciertas ocasiones, sobre todo cuando le tocaba actuar en lo que él llamaba "la defensa de mis intereses". La viuda lloraba ahora "defendiendo sus intereses". Era bastante joven y agraciada, en cambio Don Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando él la conoció, y el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de los celos de su ex dueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por cierto pocos meses, en la que la mujer dijo:
—iNo puedes prohibirme que le hable! ¡Tú sabes que me casé contigo por tu dinero!
A lo que Don Damián había contestado que con ese dinero él había comprado el derecho a no ser puesto en ridículo. La escena fue muy desagradable, con intervención de la suegra y amenazas de divorcio. En suma, un mal momento, empeorado por la circunstancia de que la discusión fue cortada en seco debido a la llegada de unos muy distinguidos visitantes a quienes marido y mujer atendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo ella, el alma de Don Damián, apreciaba en todo su real valor.
Estaba e! alma allá arriba, en la lámpara, recordando tales cosas, cuando llegó a toda prisa un sacerdote. Nadie sabía por qué se presentaba tan a tiempo, puesto que todavía no acababa de salir el sol del todo y el sacerdote había sido visita durante la noche.
—Vine porque tenía el presentimiento; vine porque temía que Don Damián diera su alma sin confesar —trató de explicar.
A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza, preguntó:
—¿Pero no confesó anoche, padre?
Aludía a que durante cerca de una hora el ministro del Señor había estado encerrado a solas con Don Damián, y todos creían que el enfermo había confesado. Pero no había sucedido eso. Trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y sabía también por qué había llegado el cura. Aquella larga entrevista solitaria había tenido un tema más bien árido; pues el sacerdote proponía a Don Damián que testara dejando una importante suma para el nuevo templo que se construía en la ciudad, y Don Damián quería dejar más dinero del que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. No se entendieron y al llegar a su casa el padre notó que no llevaba consigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía al alma, una vez libre, eso de poder saber cosas que no habían ocurrido en su presencia, así como adivinar lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabía que el cura se había dicho: "Recuerdo haber sacado el reloj en casa de Don Damián para ver qué hora era; seguramente lo he dejado allá". De manera que esa visita a hora tan extraordinaria nada tenía que ver con el reino de Dios.
—No, no confesó —explicó el sacerdote mirando fijamente a la suegra de Don Damián—. No llegó a confesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora para confesar
...