La Esclavitud
Enviado por MemoPato9 • 29 de Agosto de 2011 • 7.404 Palabras (30 Páginas) • 1.076 Visitas
La afinidad de la piedad con el amor se manifiesta, entre otras cosas, en que ldealiza su objeto. La simpatía hacia el hombre que sufre impide que, por el momento, se recuerden sus faltas. El sentimiento que se expresa en la frase: ¡pobre hombre!, al ver a un hombre en desgracia, excluye el pensamiento de mal hombre que en otro momento se nos podría ocurrir. Entonces, como es natural, si los desgraciados son desconocidos, o conocidos muy vagamente, se pasan por alto todos sus deméritos; así ocurre que cuando, como hoy, se pintan las miserias del pobre, se piensan como las que corresponden a un pobre virtuoso en lugar de pensarse, como en gran medida debía ser, como pertenecientes a un pobre culpable. Aquellas personas cuyas penalidades se exponen en folletos y se proclaman en sermones y discursos que resuenan en toda la sociedad, son consideradas como muy valiosas, gravemente perjudicadas; no se piensa que experimenten las consecuencias de sus propias culpas.
Cuando se toma un coche en una calle de Londres, es sorprendente observar con cuánta frecuencia es abierta la puerta por un hombre que espera ganar algo por su molestia. La sorpresa disminuye, si vemos el gran número de desocupados alrededor de las tabernas y la multitud de vagos que atrae cualquier procesión, o representación callejera. Considerando lo numerosos que son en tan poco espacio de terreno, se comprende que decenas de millares deben pulular a través de todo Londres. No tienen trabajo, me dirán. Dígase más bien que no quieren trabajar o que lo abandonan tan pronto como lo empiezan. Son sencillamente parásitos que, de un modo u otro, viven a expensas de la sociedad, vagos y borrachos, criminales y aprendices de criminales, jóvenes que constituyen una carga para sus padres, hombres que se apropian el dinero ganado por sus esposas, individuos que participan de las ganancias de las prostitutas; y, menos visible y numerosa, existe una clase correspondiente de mujeres.
¿Es natural que la felicidad sea el premio de tales gentes, o es natural que atraigan la desgracia sobre sí mismos y cuantos los rodean? ¿No es evidente que debe haber entre nosotros una gran cantidad de miseria que es el resultado normal de la mala conducta y de la que nunca debía separarse? Existe el concepto, que siempre prevalece más o menos y que hoy se vocifera, de que todo sufrimiento social puede remediarse y que el deber de todos es remediarlo. Ambas creencias son falsas. Separar la calamidad de la mala conducta es luchar contra la constitución de las cosas, e intentarlo es agravarlo. Para ahorrar a los hombres el castigo natural de una vida disoluta es necesario muchas veces aplicarles castigos artificiales, como encerrarlos en celdas solitarias, azotarlos o someterlos al tormento de la rueda. Existe una máxima acerca de la que están acordes el saber popular y el científico, y que puede considerarse como la autoridad más elevada. El mandamiento: comerás el pan con el sudor de tu frente es sencillamente una enunciación cristiana de una ley universal de la Naturaleza, y a la que debe la vida su progreso. Por esta ley, una criatura incapaz de bastarse a sí misma debe perecer: la única diferencia es que la ley que en un caso se impone artificialmente, en el otro caso es una necesidad natural. Y sin embargo, este principio de la relígión que la ciencia tan claramente justifica, es el que los cristianos parecen menos dispuestos a aceptar. El sentir general es que el sufrimiento no debía existir y que la sociedad es culpable de que exista.
Pero, ¿seremos nosotros responsables cuando el sufrimiento recae sobre los más indignos?
Si el significado de la palabra nosotros se extiende hasta nuestros antecesores y en especial a nuestros antecesores que han legislado, estoy de acuerdo. Admito que los autores de la promulgación y administración de la antigua Ley de pobres fueron responsables de la gran desmoralización ocurrida y que necesitará más de una generación para que desaparezca. Admito, también, la responsabilidad parcial de los legisladores de nuestro tiempo por haber hecho posible con sus medidas la existencia de una legión de vagabundos que van de una asociación a otra; e igualmente su responsabilidad por una continua afluencia de criminales que regresan a la sociedad desde la prisión en tales condiciones que casi se ven obligados a cometer nuevos crímenes. No obstante, admito que los filántropos no son menos partícipes de responsabilidad, puesto que, por favorecer a los hijos de personas indignas, perjudican a los hijos de personas virtuosas, imponiendo a éstos contribuciones cada día más elevadas. Incluso admito que ese enjambre de vagos, alimentados y multiplicados por instituciones públicas y privadas, sufren así más que sufrirían de otro modo, debido a los erróneos medios con que se ha querido mejorar su situación.
¿Son éstas las responsabilidades a que se alude? Sospecho que no.
Pero ahora, abandonando la cuestión de las responsabilidades, de uno u otro modo concebidas, y considerando sólo el mal en sí mismo, ¿qué diremos de ss tratamiento? Empezaré con un hecho.
Uno de mis, tíos, el reverendo Thomas Spencer, titular durante veinte años de la vicaria de Hinton, cerca de Bath, tan pronto como se hizo cargo de sus funciones parroquiales se mostró ansioso del bienestar de los pobres, y fundó una escuela, una biblioteca, una sociedad para proporcionarles vestidós y terrenos, además de edificar algunas casas de campo modelo. Hasta 1833 fue amigo de los pobres, defendiéndolos siempre contra los administradores. Sobrevinieron, sin embargo, los debates sobre la Ley de pobres y comprendió los males del sistema en vigor. Aunque ardiente filántropo, no era un tímido sentimental. El resultado fue que tan pronto como se promulgó la nueva Ley de pobres procedió a aplicar sus disposiciones en su parroquia. Se alzó contra él una oposición casi universal: no sólo fueron sus enemigos los pobres, sino incluso los granjeros sobre quienes recaía el peso de las nuevas contribuciones. Pues, aunque parezca extraño, el interés de éstos se había identificado aparentemente con el mantenimiento del sistema que los gravaba tan fuertemente.
La explicación es que existía la costumbre de extraer de las contribuciones una parte de los sueldos de los jornaleros y aunque los granjeros hubieran contribuido con la mayor parte de los fondos, sin embargo, como también págaban los restantes contribuyentes, aquéllos parecían ganar con el sistema. Mi tío, que no se amedrentaba fácilmente, se enfrentó con sus oponentes e hizo cumplir la ley. El resultado fue que en dos años las contribuciones redujeron: de 700 libras anuales a 200, en tanto que la situación de la parroquia mejoró mucho. Los que hasta entonces holgazaneaban en las esquinas de
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