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Las Noches Blancas


Enviado por   •  3 de Mayo de 2015  •  18.013 Palabras (73 Páginas)  •  262 Visitas

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Fedor Dostoiewski

NOCHES BLANCAS

Novela sentimental (Recuerdos de un soñador)

¿ O fue creado

para estar siquiera un momento

en las cercanías de tu corazón?

I. TURGENEV

Noche primera

Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en

nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía

uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta

gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años

mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo. Hablando de

gente atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi buena conducta

durante todo ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una extraña melancolía. Me

pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo que todos

me rehuían. Claro que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son esos «todos»? Porque

hace ya ocho años que vivo en Petersburgo y no he podido trabar conocimiento con

nadie. ¿Pero qué falta me hace conocer a gente alguna? Porque aun sin ella, a mí todo

Petersburgo me es conocido. He aquí por qué me pareció que todos me abandonaban

cuando Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible

quedarme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una profunda

angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la perspectiva Nevski, fui a

los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no vi ni una sola de las personas que

solía encontrar durante el año en tal o cual lugar, a esta o aquella hora. Esas personas, por

supuesto, no me conocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las conozco a fondo, casi

me he aprendido de memoria sus fisonomías, me alegro cuando las veo alegres y me entristezco

cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar amistad con un anciano a quien

encontraba todos los días a la misma hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresionante,

tan pensativo, el suyo! Caminaba murmurando continuamente y accionando con la mano izquierda, mientras que en la derecha blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él

también se percató de mí y me miraba con vivo interés. Estoy seguro de que se ponía

triste si por ventura yo no pasaba a esa hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí

por qué algunas veces estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de

buen humor. No hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos,

casi nos llevamos la mano al sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo,

bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También las casas

me son conocidas. Cuando voy por la calle parece que cada una de ellas me sale al

encuentro, me mira con.todas sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal? Yo, gracias

a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso. » O bien: «¿ Cómo va esa salud?

A mí mañana me ponen en reparaciones.» O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé un buen

susto.» Y así por el estilo. Entre ellas tengo mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de

ellas tiene la intención de ponerse en tratamiento este verano con un arquitecto. Iré de

propósito a verla todos los días para que no la curen al buen tuntún. ¡Dios la proteja!

Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa pintada de rosa claro. Era una

casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo tan afable y observaba con tanto

orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se henchía de gozo cuando pasaba ante

ella. Pero de repente, la semana pasada, cuando bajaba por la calle y eché una mirada a

mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a pintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No

han perdonado nada, ni siquiera las columnas o las cornisas; y mi amiga se ha puesto

amarilla como un canario. A mí casi me dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta

es la hora en que no he tenido fuerzas para ir a ver a mi pobre amiga desecrada, teñida del

color nacional del Imperio Celeste.

Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco todo Petersburgo.

Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la inquietud hasta que

por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien -éste ya no está aquí, ni este otro;

y ¿adónde habrá ido aquel otro?-, ni tampoco en casa. Durante dos noches seguidas hice

un esfuerzo: ¿qué echo de menos en mi rincón? ¿por qué me es tan molesto permanecer

en él? Miraba perplejo las paredes verdes y mugrientas, el techo cubierto de telarañas que

con gran éxito cultivaba Matryona; volvía a examinar todo mi mobiliario, a inspeccionar

cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi malestar (porque basta que una sola

de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer para que ya no me sienta bien), miré por

la ventana, y todo en vano..., no hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y

reprenderla paternalmente por lo de las telarañas y, en general, por la falta de limpieza,

pero ella se limitó a mirarme con asombro y me volvió la espalda sin decir palabra; así,

pues, las telarañas siguen todavía felizmente en su sitio. Por fin esta mañana logre averiguar

de qué se trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba saliendo de estampía para el

campo. Pido perdón por la frase vulgar, pero es que ahora no estoy para expresarme en

estilo elevado .... porque, así como suena, todo lo que encierra Petersburgo se iba a pie o

en vehículo al campo. Todo caballero de digno y próspero aspecto que tomaba un coche

de alquiler se convertía al punto en mis ojos en un honrado padre de familia que, después

de las consabidas labores de su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje al seno de su

familia en una casa de campo. Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular, como si

quisiera decir a sus congéneres: «Nosotros, señores, estamos aquí sólo de paso. Dentro de

un par de horas nos vamos al campo.» Se abría una ventana, se oía primero el teclear de

unos dedos finos y blancos como el azúcar, y asomaba la cabeza de una muchacha bonita

que llamaba al vendedor ambulante de flores; al punto me figuraba

...

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