Los De Abajo
Enviado por victorlector • 19 de Noviembre de 2013 • 2.133 Palabras (9 Páginas) • 345 Visitas
En la medianía del cuerpo
una daga me metió,
sin saber por qué
ni por qué sé yo...
El sí lo sabía, pero yo no...
Y de aquella herida mortal
mucha sangre me salió,
sin saber por qué
ni por qué sé yo...
El sí lo sabía, pero yo no...
Caída la cabeza, las manos cruzadas sobre la montura, Demetrio tarareaba con melancólico acento
la tonadilla obsesionante.
Luego callaba; largos minutos se mantenía en silencio y pesaroso.
— Ya verá cómo llegando a Lagos le quito esa murria, mi general. Allí hay muchachas bonitas para
darnos gusto —dijo el güero Margarito.
—Ahora sólo tengo ganas de ponerme una borrachera —contestó Demetrio.
Y se alejó otra vez de ellos, espoleando su caballo, como si quisiera abandonarse todo a su tristeza.
Después de muchas horas de caminar, hizo venir a Luis Cervantes:
— ¿Oiga, curro, ahora que lo estoy pensando, yo qué pitos voy a tocar a Aguascalientes?
—A dar su voto, mi general, para presidente provisional de la República.
—¿Presidente provisional?... Pos entonces, ¿qué... tal es, pues, Carranza?... La verdad, yo no
entiendo estas políticas...
Llegaron a Lagos. El güero apostó a que esa noche haría reír a Demetrio a carcajadas.
Arrastrando las espuelas, las chivarras caídas abajo de la cintura, entró Demetrio a "El Cosmopolita",
con Luis Cervantes, el güero Margarito y sus asistentes.
— ¿Por qué corren, curros?... ¡No sabemos comer gente! —exclamó el güero.
Los paisanos, sorprendidos en el mismo momento de escapar, se detuvieron; unos, con disimulo,
regresaron a sus mesas a seguir bebiendo y charlando, y otros, vacilantes, se adelantaron a ofrecer
sus respetos a los jefes.
— ¡Mi general!... ¡Mucho gusto!... ¡Señor mayor!...
— ¡Eso es!... Así me gustan los amigos, finos y decentes —dijo el güero Margarito.
— Vamos, muchachos —agregó sacando su pistola jovialmente—; ahí les va un buscapiés para
que lo toreen. Una bala rebotó en el cemento, pasando entre las patas de las mesas y las piernas de los señoritos,
que saltaron asustados como dama a quien se le ha metido un ratón bajo la falda.
Pálidos, sonríen para festejar debidamente al señor mayor. Demetrio despliega apenas sus labios,
mientras que el acompañamiento lanza carcajadas a pierna tendida.
— Güero —observa la Codorniz—, a ése que va saliendo le prendió la avispa; mira cómo cojea
El güero, sin parar mientes ni volver siquiera la cara hacia el herido, afirma con entusiasmo que a
treinta pasos de distancia y al descubrir le pega a un cartucho de tequila.
— A ver, amigo, párese —dice al mozo de la cantina. Luego, de la mano lo lleva a la cabecera del
patio del hotel y le pone un cartucho lleno cle tequila en la cabeza.
El pobre diablo resiste, quiere huir, espantado, pero el güero prepara su pistola y apunta.
—¡A tu lugar... tasajo! O de veras te meto una calientita.
El güero se vuelve a la pared opuesta, levanta su arma y hace puntería.
El cartucho se estrella en pedazos, bañando de tequila la cara del muchacho, descolorido como un
muerto.
— ¡Ahora va de veras! —clama, corriendo a la cantina por un nuevo cartucho, que vuelve a colocar
sobre la cabeza del mancebo.
Torna a su sitio, da una vuelta vertiginosa sobre los pies, y al descubrir, dispara.
Sólo que ahora se ha llevado una oreja en vez del cartucho.
Y apretándose el estómago de tanto reír, dice al muchacho:
— Toma, chico, esos billetes. ¡Es cualquier cosa! Eso se quita con tantita árnica y aguardiente...
Después de beber mucho alcohol y cerveza, habla Demetrio:
— Pague, güero... Ya me voy...
— No traigo ya nada, mi general; pero no hay cuidado por eso... ¿Qué tanto se te debe, amigo?
—Ciento ochenta pesos, mi jefe —responde amablemente el cantinero.
El güero salta prontamente el mostrador, y en dos manotadas derriba todos los frascos, botellas y
cristalería.
—Ai le pasas la cuenta a tu padre Villa, ¿sabes?
— Oiga, amigo, ¿dónde queda el barrio de las muchachas? —pregunta tambaleándose de
borracho, a un sujeto pequeño, correctamente vestido, que está cerrando la puerta de una sastrería.
El interpelado se baja de la banqueta atentamente para dejar libre el paso. El güero se detiene y lo
mira con impertinencia y curiosidad:
— Oiga, amigo, ¡qué chiquito y qué bonito es usted!... ¿Cómo que no?... ¿Entonces yo soy
mentiroso?... Bueno, así me gusta... ¿Usted sabe bailar los enanos?... ¿Qué no sabe?... ¡Resabe!...
¡Yo lo conocí a usted en un circo! ¡Le juro que sí sabe y muy rebién!... ¡Ahora lo verá!...
El güero saca su pistola y comienza a disparar hacia los pies del sastre, que, muy gordo y muy
pequeño, a cada tiro da un saltito.
— ¿Ya ve cómo sí sabe bailar los enanos?
Y echando los brazos a espaldas de sus amigos, se hace conducir hacia el arrabal de gente alegre,
marcando su paso a balazos en los focos de las esquinas, en las puertas y en las casas del poblado.
Demetrio lo deja y regresa al hotel, tarareando entre los dientes:
En la medianía del cuerpo una daga me metió, sin saber por qué
ni por qué sé yo...
Humo de cigarro, olor penetrante de ropas sudadas, emanaciones alcohólicas y el respirar de una
multitud; hacinamiento peor que el de un carro de cerdos. Predominaban los de sombrero tejano,
toquilla de galón y vestidos de kaki.
— Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca en la estación de Silao... Los ahorros de
toda mi vida de trabajo. No tengo para darle de comer a mi niño.
La voz era aguda, chillona y plañidera; pero se extinguía a corta distancia en el vocerío que llenaba el
carro.
—¿Qué dice esa vieja? —preguntó el güero Margarito entrando en busca de un asiento.
— Que una petaca... que un niño decente... —respondió Pancracio, que ya había encontrado las
rodillas de unos paisanos para sentarse.
Demetrio y los demás se abrían paso a fuerza de codos. Y como los que soportaban a Pancracio
prefirieran abandonar los asientos y seguir de pie, Demetrio y Luis Cervantes los aprovecharon
gustosos.
Una señora que venía parada desde Irapuato con un
...