Mario Vargas Llosa Mineros De La Confeccion
Enviado por ravensun • 23 de Abril de 2015 • 1.860 Palabras (8 Páginas) • 228 Visitas
Universidad ESAN
Lenguaje y Literatura I
Mario Vargas Llosa
Mineros de la confección
El historiador francés, Fernand Braudel, enseñó dos años, en la década de los treinta, en la Universidad de Sao Paulo, y en su homenaje existe en esta ciudad brasileña un Instituto de la Economía Mundial que lleva su nombre. Publica unos Braudel Papers que, por accidente o milagro, han encontrado el camino de mi casa de Londres, adonde llegan con puntualidad astral. El último es un estudio titulado “El mundo es ancho y ajeno: de los Andes a Sao Paulo”, que debería ser lectura obligatoria en los países desarrollados, donde el tema de la inmigración tercermundista provoca pánico y brotes de xenofobia y racismo.
El autor del estudio es un compatriota mío, a quien no conozco, Albino Ruiz Lazo, a quien trajo al mundo, en 1955, en la Oficina de Correos y Telégrafos de una aldea puneña a orillas del Lago Titicaca, una vieja partera ciega convocada al lugar por los telegrafistas de toda la región, amigos de la parturienta. Imagino que desde ese humilde nacimiento en el altiplano andino hasta su posición actual, de investigador especializado en cuestiones sociales y económicas en el Brasil, Ruiz Lazo ha vivido muchas aventuras, y compartido buena parte de las experiencias de los migrantes bolivianos, peruanos, ecuatorianos y de otros países que, huyendo del hambre y la marginación, llegaron a Sao Paulo en busca de trabajo. Porque su estudio sobre los forasteros avecindados en la gran ciudad industrial brasileña, y la manera como funcionan en esta la industria y el comercio informales, revela, por encima de las frías estadísticas, un conocimiento íntimo del fenómeno. Su investigación está impregnada de humanidad y transpira de ella, pese a la magnitud del drama humano que describe, un saludable optimismo.
En el Hotel Itaúna, de la avenida Río Branco, a razón a veces de diez personas por cuarto, se alojan 350 cusqueños, un pequeño botón de muestra de los cincuenta mil que, se calcula, se han instalado en la ciudad, algunos con permiso y otros, la mayoría, de manera clandestina. Buen número de ellos trabajan en los talleres informales de confección de ropa, regentados por inmigrantes más antiguos, los coreanos, pero otros han debido inventarse sus propios trabajos porque al llegar encontraron todos los empleos tomados. A estos últimos les ha ido mejor, y a algunos, como al ingenioso Darío, espléndidamente. Darío llegó a Sao Paulo como traficante de tesis de grado que trajo consigo del Perú, pero, al poco tiempo, descubrió que los adornos de la artesanía peruana para las neveras se vendían en el Brasil con gran facilidad. Ahora Darío es “el rey de los adornos del refrigerador”, con talleres de cerámica que trabajan para él, en Lima y Sao Paulo, y una cadena de establecimientos comerciales que acerca estos productos al consumidor.
El estudio de Ruiz Lazo prueba lo que ya está demostrado hasta el cansancio, pero que encuentra siempre la barrera del prejuicio y el clisé para ser aceptado. Es decir, que los inmigrantes no quitan trabajo a los nativos, que ellos llenan el vacío dejado por estos en los últimos peldaños del mercado laboral, o crean nuevos puestos de trabajo, extendiendo de manera muy dinámica los servicios al consumidor. En otras palabras, que la inmigración aporta al país receptor más beneficios económicos de los que le cuesta. Si una varita mágica levantara unos metros del suelo algunos millares de edificios del centro y la periferia de Sao Paulo, aparecería ante los ojos del espectador un enjambre inverosímil de talleres donde un ejército innumerable de operarios ‒casi todos extranjeros‒ se afanan día y noche, en máquinas de coser y telares rústicos o modernos, produciendo en gran escala pantalones, camisas, pulóveres, vestidos, y toda clase de prendas de vestir, para alimentar los populosos mercados callejeros de la ciudad, o distribuirlos por el país y, desde hace algunos años, también exportarlos al extranjero. Aunque una parte de esa pujante industria está en manos de brasileños, la mayoría de los talleres tienen propietarios extranjeros, principalmente coreanos, aunque, ahora, también compiten con ellos muchos sudamericanos.
Los inmigrantes que, después de heroísmos y hazañas de novela picaresca, llegan a Sao Paulo procedentes de los asientos mineros bolivianos y peruanos son los primeros en encontrar trabajo en esos talleres clandestinos de confección. ¿Por qué? Porque trabajar en los lóbregos socavones de las minas, a media luz y envenenándose los pulmones de miasmas, es un excelente entrenamiento para el régimen de trabajo que impera en esos talleres, cuevas y sótanos donde apenas circula el aire, y donde las ventanas, cuando las hay, permanecen tapiadas para evitar que la policía descubra y arrase esas fábricas precarias. Sin horarios, sin seguridad social, sometidos a condiciones de trabajo leoninas y, a veces, estafados, estas decenas de miles de trabajadores clandestinos ¿por qué siguen allí? Por una razón sencillísima: porque, pese a la enormidad del sacrificio que les significa vivir así, allí les va mejor que en sus países de origen, pues, al menos, no se mueren de hambre. Y, sobre todo, tienen la esperanza de mejorar. El estudio de Ruiz Lazo demuestra de manera inequívoca que este cálculo no es una ilusión: muchos migrantes, en efecto, progresan y, a veces en una sola generación, mejoran sus niveles de vida y son capaces de dar a sus hijos una buena educación.
Ruiz Lazo muestra también lo inútiles que son los esfuerzos de los gobiernos para frenar las migraciones, y lo costoso ‒un verdadero derroche de recursos públicos‒ que resulta
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