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Pasos De Lopez


Enviado por   •  21 de Noviembre de 2012  •  47.832 Palabras (192 Páginas)  •  538 Visitas

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¿QUIEN ES LÓPEZ?

"Como era pobre, varios de sus compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantuviera en España mientras empezaba a correrla beca".

¿QUIEN ES LÓPEZ?

"El tiempo pasó y compañeros suyos bastante brutos llegaron a obispos y directores de seminario mientras Periñón (López) seguía en el curato de Ajetreo.. .".

¿QUIEN ES LÓPEZ?

"De regreso al pueblo se dedicaba de lleno a las manías que lo obsesionaron en la edad madura: criar gusanos de seda, cultivar vides y la que había de volverlo famoso y costarle la vida, que fue la de hacerla revolución".

¿QUIEN ES LÓPEZ?

"No llevaba sombrero y tenía la calva requemada por el sol, se sabía que era padre por el alzacuello, pero en vez de sotana llevaba pantalones y botas con espuelas. Cabalgaba dejando colgar el brazo izquierdo en cuya mano llevaba siempre la vara que usaba para espantar perros ".

¿QUIEN ES LÓPEZ?

"Periñón conocía el camino del callejón del Coyote mucho mejor que Adarviles y llegamos en poco tiempo a la casa de la tía Mela. Tal como había ocurrido en mi primera visita, la puerta estaba cerrada y se oían murmullos adentro. Periñón dio, como siempre, los cuatro golpes pausados y, como la primera vez, la voz cascada advirtió: — Aquí no hay nadie, ya todas las muchachas se fueron. Entonces Periñón anunció: —Es López.

Inmediatamente se descorrieron cerrojos, se abrió la puerta, salieron a la calle media docena de putas, se hincaron en el empedrado y besaron la mano de "López".

Jorge Ibargüengoitia

LOS PASOS DE LÓPEZ

EDICIONES OCÉANO, S.A.

LOS PASOS DE LÓPEZ

MCMLXXXI — Jorge Ibarguengoitia

MCMLXXXIV — Ediciones Océano, S.A

Av. Granjas No. 82, Col. Sector Naval

Delegación Azcapotzalco

02080 México, D.F.

ISBN 968—493—001—1

CUARTA EDICIÓN

Reservados todos los derechos.

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IMPRESO EN MEXICO—PRINTED IN MÉXICO

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PERIÑON CONTABA QUE DE JOVEN HABÍA PASADO UNA temporada en Europa y aludía con tanta frecuencia a su viaje que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más notables, como el de la vaca que lo corno en Pamplona, la trucha deliciosa que comió a orillas del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz llamada Paquita, etc. El viaje había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de Huecámaro, Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en Salamanca. Como era pobre, varios de sus compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantuviera en España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco conoció a unos hombres de Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final de este tiempo había ganado una suma considerable. Comprendió que las circunstancias habían cambiado y le pareció que ir a meterse en una universidad era perder el tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo viajando, visitando lugares notables y viviendo como rico. "Hasta que se me acabó el último real", decía. Después pasó hambres.

Cuando yo le preguntaba cómo le había hecho para regresar a América, nomás movía la cabeza, como quien quiere borrar un recuerdo amargo.

—Bástete saber que llegué a Veracruz con la sotana muy revolcada —agregaba.

De allí el relato brincaba y la siguiente imagen era Periñón en Huetámaro, aguantando las reclamaciones de los que lo habían patrocinado. Querían que les devolviera el dinero que le habían dado, cosa que Periñón nunca hizo.

La sombra del viaje oscureció su carrera eclesiástica, que había comenzado tan bien. Cuando alguna oportunidad se le presentaba — un puesto de secretario en la Mitra, una cátedra, una parroquia importante— no faltaba quien se la echara a perder recordando que era jugador, que empezaba una cosa y terminaba haciendo otra, que no pagaba deudas, etc. El tiempo pasó y compañeros suyos bastante brutos llegaron a obispos o directores de seminario mien-tras Periñón seguía en el curato de Ajetreo, pueblo al que siempre defendió:

—Dicen que es feo los que no lo conocen. Los atardeceres son muy bonitos. Te subes al campanario y miras para un lado: ves el llano, volteas para el otro: ves la sierra. ¿Que más quieres? En cuanto a estar apartado no me parece defecto: nunca se ha presentado el obispo a visitarme. Eso es ventaja.

Defendía Ajetreo pero pasaba buena parte del tiempo de viaje, yendo de una ciudad a otra y visitando a sus amigos. De regreso al pueblo se dedicaba de lleno a las manías que lo obsesionaron en la edad madura: criar gusanos de seda, cultivar vides y la que había de volverlo famoso y costarle la vida, que fue la de hacer la revolución.

Antes de conocerlo lo vi tres veces en el camino a Cañada. Era una mañana de junio, el cielo estaba azul fuerte y parecía que no existiera la lluvia pero la noche anterior había caído un fuerte aguacero y el camino era un lodazal. La diligencia se había atascado y los pasajeros habíamos tenido que ir a pararnos en unas piedras para no estorbar ni enlodarnos. Las mulas tiraban, el cochero daba gritos y chicotazos, el ayudante empujaba. Entonces apareció Periñón montado en su caballo blanco. Iba al pasito, por el bordo, entre la huizachera. Al ver nuestro contratiempo arrendó, nos dio los buenos días y preguntó qué se ofrecía. El cochero contestó que nada y Periñón siguió adelante, muy tranquilo, silbando una canción —después supe que él mismo las componía—. No llevaba sombrero y tenía la calva requemada por el sol, se sabía que era padre por el alzacuello, pero en vez de sotana llevaba pantalones y botas con espuelas. Cabalgaba dejando colgar el brazo izquierdo en cuya mano llevaba siempre la vara que usaba para espantar perros.

El coche salió del atolladero, seguimos el camino, llegamos a un pueblo, bajaron unos pasajeros y subieron otros; más tarde, en el tramo firme que había en la ladera de un cerro, las mulas echaron a correr y alcanzamos a Periñón. El caballo blanco andaba suelto y pastando, su dueño estaba en la milpa con una pala en la mano, rodeado de campesinos que lo miraban con atención y respeto, como si nunca hubieran visto hacer

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