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Sistema De Salud


Enviado por   •  5 de Noviembre de 2013  •  1.564 Palabras (7 Páginas)  •  244 Visitas

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El 3 de noviembre de 1903, Colombia perdió el Istmo. Únicas víctimas fueron un chino y un burro.

Parece una invención, como todas las historias de nuestra historia, pero no lo es: en la noche del 3 de noviembre de 1903, justo hoy hace 110 años, el coronel Jorge Martínez, al mando del crucero colombiano Bogotá que surcaba las aguas del Pacífico, cumplió su amenaza de “hacer llover metralla” sobre la Ciudad de Panamá si los insurrectos contra el gobierno central no dejaban la pendejada y liberaban a los presos, entre ellos al comandante de su propia escuadra, el general Luis Alberto Tobar.

Eran las 9 de la noche cuando retumbaron los primeros cañonazos, parece que seis en total durante media hora: seis balas perdidas que fueron a estrellarse contra lo primero que se les atravesó, unas casas y unos gritos, dando de baja así a los dos únicos mártires que se conocen de la gloriosa gesta emancipadora de la República de Panamá: un chino y un burro. El primero se llamaba Wong Kong Yee, fumador de opio, el burro no lo sé.

Mientras tanto en Bogotá (que esto se lea con la voz de un narrador de radionovelas; lo malo es que en esta historia no aparecerán Solín ni Kalimán) no se sabía nada, pues la noticia de la separación de Panamá llegó a la capital dos días después, como era de esperarse. Primero fueron los rumores y los chismes, el género por excelencia de la literatura bogotana, y luego sí un grupo de indignados, como se diría hoy, yendo al palacio presidencial a pedirle cuentas al Gobierno. Pero las fuerzas del orden atajaron a la turba.

Entonces el general Rafael Reyes y don Jorge Holguín, y el doctor Lucas Caballero y Fabio Lozano, citaron a todo el mundo en el Teatro Municipal a las 4 de la tarde. Lo que estaba pasando era gravísimo, ala. Algo había que hacer, carachas. Desde el escenario se pronunciaron discursos desgarrados, y no faltó quien dijera que había que salir en el acto, ya mismo, a defender con hombría la dignidad de la República, pues Colombia no permitiría semejante humillación. Ni más faltaba. (En aquel entonces aún no había Twitter).

Visita en Palacio

El general Pedro Nel Ospina había regresado hacía poco al país, luego de su exilio por haberse opuesto al golpe de mano en el que el vicepresidente, José Manuel Marroquín, de 73 años, una joven promesa, le había quitado el poder al presidente Manuel Antonio Sanclemente, de 87 y quien gobernaba desde Villeta, pues la altura y el frío bogotanos le daban mal aire. Pero ese día amargo el general Ospina depuso su odio y en vez de ir al Teatro Municipal fue al Palacio de Gobierno a visitar al célebre filólogo, autor, entre otras joyas, de La perrilla.

Cuenta Laureano Gómez, quien luego sería su ministro de Obras, que Ospina entró al Palacio de San Carlos sobrecogido por su soledad. Todo allí crujía. Fue a saludar a Marroquín, quien al verlo le dijo: “Oh, Pedro Nel: no hay mal que por bien no venga: se nos separó Panamá pero tengo el gusto de volverlo a ver en esta su casa”. El vicepresidente estaba leyendo una novela de Paul Bourget, ¿quizás La tierra prometida?

Aunque Ospina ya estaba acostumbrado al estilo de Marroquín, pues una vez, hacía tres años cuando era su ministro de Guerra, estaba dirigiendo por telégrafo una delicada operación militar y fue llamado de urgencia a Palacio. Lo necesitaban de inmediato. Ospina corrió, temiéndose lo peor. Al llegar dio con una festiva tertulia de viejitos bogotanos embriagados por el chocolate, y el vicepresidente le dijo: “Siquiera llega, Pedro Nel: estamos buscando consonantes a la palabra ‘indio’ y queremos que nos ayude…”.

Esa era Colombia, Pablo: un país gobernado por filólogos y déspotas ilustrados –algo que hoy sería impensable en el mundo, sobre todo en lo que se refiere a la ilustración–, que hicieron de la erudición y la gramática, y de la fe católica, un instrumento de poder e identidad, un bastón de mando que trazaba con gerundios y participios, y plegarias, la frontera entre la civilización y la barbarie. Malcolm Deas lo explicó muy bien, hace tiempo, en su ensayo sobre don Miguel Antonio Caro y sus amigos.

Y aunque podría pensarse que ese rasgo cultural (la sabiduría como símbolo del poder) era en principio bueno, y lo es, en él también se resumían muchas de las peores taras de la élite colombiana de entonces: su orgullo por el desconocimiento del país, su desprecio por la tierra caliente y el mestizaje. El delirio de creer en el lenguaje y la falsa blancura como un antídoto contra la barbarie del trópico. Un país con tentaciones modernas, casi, pero preso aún de su herencia colonial. Si hasta

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