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Bajo La Rueda


Enviado por   •  18 de Julio de 2011  •  3.956 Palabras (16 Páginas)  •  1.092 Visitas

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CAPITULO I

Joseph Giebenrath, agente y comisionista, no se diferenciaba en particular del resto de sus conciudadanos. Al igual que ellos, poseía una naturaleza corpulenta y sana, un regular talento comercial unido a una adoración ingenua y cariñosa al dinero, una casa con un minúsculo jardincillo, una tumba familiar en el cementerio, una afición por la iglesia algo clarificada por sus aficiones materiales, un comedido respeto de Dios y de la Justicia y una férrea sumisión a los mandamientos del decoro y la decencia ciudadana. Acostumbraba beber algunas veces, pero jamás se emborrachaba, y aunque emprendía, de pasada, algunos negocios no libres de reproche, nunca los llevaba más allá de lo permitido formalmente. Maldecía por igual a los míseros que mendigaban una limosna y de los potentados que hacían ostentación de su riqueza. Era miembro de una sociedad burguesa y ciudadana y tomaba parte cada viernes en los juegos de bolos, cuidando de elegir con cautela el momento propicio para cada jugada. Su vida interior se diferenciaba en nada a la de un patán. Las cualidades de su alma estaban poco menos que embotadas y constituían muy poco más que un buen sentido familiar, un desconmensurado orgullo de su propio hijo y una oportuna e intermitente dadivosidad para con los pobres. Sus aptitudes y capacidades espirituales no sobrepasaban las de una astucia y un cálculo nativos y limitados. Sus lecturas se circunscribían a los periódicos, y para ocultar su falta de goces artísticos bastaba la representación anual que la sociedad dedicaba a sus protectores y la visita a un círculo en cualquiera de los días del año. Con cualquier vecino hubiera podido cambiar vivienda y nombre, sin que sus costumbres y su existencia entera sufrieran la menor variación. En lo más hondo de su alma, compartía con las restantes familias de la ciudad la desconfianza en toda fuerza superior y toda personalidad descollante y la hostilidad implacable e instintiva contra todo lo extraordinario, lo libre, lo selecto y lo espiritual. Pero basta ya con él. Sólo un profundo humorista podría seguir la descripción de su vida trivial y su desconocida tragedia. Nuestro hombre tenía un hijo único y de él queremos hablar. Sin duda alguna Hans Giebenrath era un niño talentoso. Para darse cuenta de ello, bastaba contemplar el retraimiento y la abstracción casi constante que le diferenciaba de los demás. La pequeña villa de la Selva Negra no era pródiga en tales figuras y jamás se había dado ninguna que sobrepasara en algo el nivel de sus habituales ciudadanos. Sólo Dios sabía de donde había sacado aquel muchacho los ojos graves y la frente ancha. ¿Acaso de su madre? Esta había muerto hacía bastantes años, y en todo el tiempo que duró su vida no se advirtió en ella nada extraordinario, aparte de la frágil naturaleza que la hacía estar siempre enfermiza. A su padre no había que tenerlo siquiera en cuenta, de modo que la misteriosa inteligencia del muchacho parecía haber caído súbitamente en la villa, que en ocho o nueve siglos de existencia había dado siempre ciudadanos honrados a carta cabal, pero nunca un talento o un genio descollante. Acaso un observador imbuido de las modernas tendencias y teniendo en cuenta la débil naturaleza de la madre y la vetustez de la estirpe, hubiera podido señalar un síntoma clarísimo de degeneración en aquella hipertrofia de la inteligencia. Pero la villa tenía la dicha de no contar con tales observadores, y sólo los más jóvenes entre los funcionarios y los maestros de escuela poseían una indecisa noción del "hombre moderno" a través de los artículos periodísticos. Allí se podía subsistir y seguir siendo culto y civilizado sin conocer siquiera los diálogos de Zaratustra. La vida era reposada, los matrimonios sólidos y algunas veces felices, y toda la existencia estaba impregnada de ese irremediable hálito de cosa vieja que exhalan nuestras villas cerradas. Los ciudadanos del pequeño municipio eran muy dichosos, y algunos habían logrado incluso transformarse durante los últimos veinte años de artesanos en

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Bajo la rueda

Hermann Hesse

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fabricantes. Seguían quitándose el sombrero delante de los funcionarios, seguían ofreciéndoles todos sus respetos, aunque luego, a sus espaldas, les llamaran mendigos y covachuelistas y, paradójicamente, no tuvieran otra ambición ni otra meta que la de dar a sus hijos los estudios necesarios para llegar a alcanzar la anhelada prebenda. Desgraciadamente la idea no pasaba de ser un bello sueño irrealizable para los más. ya que sólo a costa de grandes esfuerzos y repetidos sacrificios lograba atravesar el retoño los estudios primarios. Pero desde el primer momento no cupo ninguna duda sobre el talento de Hans Giebenrath. Los profesores, el rector, los vecinos, el párroco y los condiscípulos, todos los que tuvieron ocasión de tratarle, coincidieron en afirmar que el muchacho era una mente privilegiada. Y con ello quedó decidido su destino, pues en las tierras suabas sólo existe un estrecho camino a seguir para los muchachos inteligentes y de padres ambiciosos: el ingreso en el Seminario, después de sufrir el examen necesario para ser admitido, de allí al Seminario Superior Evangélico-teológico de Tubinga, para salir luego destinado al pulpito o la cátedra. Año tras año recorren tres o cuatro docenas de hijos del país ese camino silencioso y seguro. Pálidos y delgados, como corresponde a los que acaban de recibir la confirmación, exploran por cuenta del Estado los diferentes campos de la ciencia humanística y emprenden, ocho o nueve años más tarde, el segundo y la mayoría de las veces más largo, trecho de su camino, en el transcurso del cual tienen que devolver al Estado los beneficios anteriormente recibidos. Faltaban pocas semanas para que tuviera lugar un nuevo examen. Así se llama la hecatombe anual en la que "el Estado" selecciona la floración espiritual del país, y a lo largo de la cual, desde pueblos y pequeñas ciudades se dirigen los sollozos, las plegarias y los deseos de muchas familias hacia la capital, en cuyo seno tiene lugar la prueba. Hans Giebenrath era el único candidato seleccionado en la pequeña ciudad. El honor era grande, pero no adquirido sin esfuerzo. Las clases de la escuela, que duraban diariamente hasta las cuatro, tenían su colofón en una lección de gramática griega que el rector le daba de añadidura. El señor párroco era tan amable de añadir, a las seis, unas lecciones de repaso de latín y religión, y dos veces a la semana hallaba aún tiempo el profesor de matemáticas para dar su lección después de la cena. En la clase de griego se le resaltaba el valor de la variedad de partículas enunciadas en el encadenamiento de las frases, en latín se le obligaba a ser claro y lacónico

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