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CINCO PEPITAS DE NARANJA


Enviado por   •  13 de Junio de 2017  •  Resumen  •  7.098 Palabras (29 Páginas)  •  283 Visitas

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CINCO PEPITAS DE NARANJA Al revisar mis notas y memorias sobre los casos de Sherlock Holmes entre los años 1882 y 1890, me encuentro con tantos de ellos que presentan fisonomías extrañas e interesantes, que la tarea de seleccionar los mejores no resulta nada fácil. Hay algunos, no obstante, que ya han salido a la luz pública por medio de la prensa, y otros en que mi amigo no tuvo oportunidad de desplegar aquellas cualidades especiales que él poseía en tan alto grado, y que me propongo dar a conocer por medio de estas publicaciones. También existen otros casos en que su habilidad analítica se vio frustrada, y que constituirían relatos inconclusos; mientras que otros han sido solucionados sólo en parte, fundándose más bien en conjeturas e hipótesis que en esas pruebas de pura lógica que tanto lo apasionaban. Entre estos últimos, sin embargo, hay uno tan notable en sus detalles y sorprendente por sus resultados, que estoy tentado de darlo a conocer, a pesar de que hay ciertos puntos relacionados con él que hasta la fecha no han sido esclarecidos totalmente, y que, probablemente, nunca lo serán. El año 1887 nos proporcionó una larga serie de casos interesantes en mayor o menor grado. De todos ellos conservo anotaciones. Entre éstas se encuentra una relación de la aventura de Paradol Chamber, de la Sociedad de Mendicantes, que mantenía un lujoso club en el sótano de una bodega de muebles; de los hechos relativos a la pérdida del barco británico “Sophy Andersond”; de las extrañas aventuras de Grice Paterson en la isla de Uffa; y, finalmente, del caso de 6 envenenamiento de Camberwell. Como se recordará, en este último, Sherlock Holmes, moviendo la cuerda del reloj del muerto, pudo probar que le había dado cuerda dos horas antes, y que, por ende, el individuo se había acostado durante ese intervalo: deducción de capital importancia para el esclarecimiento del problema. Algún día podré narrar todos estos casos; pero ninguno de ellos presenta rasgos tan singulares como el que ahora entro a relatar. Fue en los últimos días de septiembre, y las tormentas de otoño se habían dejado caer con excepcional violencia. El viento aullaba y la lluvia había azotado las ventanas durante todo el día; de modo que, aun en el corazón de Londres – esa gran obra humana – nos veíamos obligados a olvidarnos momentáneamente de la rutina diaria y reconocer la existencia de esas formidables fuerzas naturales que desafían a la humanidad a través de las rejas de su civilización, como bestias salvajes en una jaula. A medida que la noche se acercaba, la tempestad crecía en intensidad, y el viento chillaba y sollozaba en la chimenea, como un niño. Sherlock Holmes, con aire meditabundo, sentado a un lado del fuego, se ocupaba en concordar su índice de casos criminales, mientras en el lado opuesto yo leía absorto las estupendas historietas marinas de Clark Russell, hasta que los aullidos del vendaval, afuera, parecían confundirse con los del relato, y el chapoteo de la lluvia, con el bramido de las olas del mar. Mi mujer había ido a visitar a su madre, y yo, por pocos días, había vuelto a mis antiguos aposentos, en Baker Street. – Vaya – dije –. Han tocado la campanilla. ¿Quién puede venir esta noche? Tal vez algún amigo suyo. – Con excepción de usted, no tengo ninguno – replicó –. No estimulo las visitas. – ¿Algún cliente, entonces? – De ser así, el caso sería serio. De otro modo, nadie saldría de su casa con este tiempo y a tales horas. Creo más probable que sea alguna amistad del ama de llaves. 7 Sin embargo, Sherlock Holmes se había equivocado al hacer esta conjetura, porque, dentro de poco, se oyeron pasos en el vestíbulo y golpecitos en la puerta. Extendió su largo brazo para apartar de su lado la lámpara y colocarla cerca de la silla destinada a nuestro visitante. – ¡Adelante! El individuo que entró era joven, de veintidós años, a juzgar por su físico, cuidadosamente peinado y vestido, con cierto aire de refinamiento y delicadeza en su porte. Por el paraguas chorreante y el largo impermeable empapado, se veía que había andado en medio de la furiosa tempestad para llegar hasta nosotros. Miró a su alrededor, anhelante, y, a los reflejos de la lámpara, pude ver que cara estaba pálida y sus ojos tristes, como si le atormentara el peso de una gran angustia. – Debo darles mis excusas... – dijo, poniéndose los lentes de oro –. Espero que mi venida no sea impertinente... Temo dejar en sus habitaciones algunas señales de la lluvia y de la tempestad reinante. – Déme su abrigo y paraguas – dijo Holmes –. Los colgaremos en la percha, y dentro de poco estarán secos. Veo que viene del Suroeste. – Sí; de Horsham. – Ese barro mezclado de cal que veo en las puntas de sus zapa tos es muy característico. - He venido en busca de consejo. – Eso puede conseguirse fácilmente. – Y de ayuda. – Eso no siempre es tan fácil. – He sabido de usted, señor Holmes, por el mayor Prendergast, a quien usted salvó en el escándalo del Club Tankerville. – ¡Ah! Es cierto. Lo acusaban, injustamente, de tramposo en las cartas. – Me dijo que usted podía resolverlo todo. – Le dijo demasiado. 8 – Que a usted no lo vencían nunca. – He sido vencido cuatro veces: tres por hombres, y la cuarta por una mujer. – ¿Pero qué es eso, comparado con el número de sus triunfos? – Es cierto que, generalmente, he tenido buen éxito. – Entonces lo va a tener en mi caso. – Ruégole acercar su silla al fuego y proporcionarme algunos pormenores de su caso. – No es un caso común. – Ninguno de los que me llegan lo es. Soy el último tribunal de apelaciones. – Y, sin embargo, señor, dudo de que, con toda su experiencia, haya tenido conocimiento anteriormente de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia. – Sus palabras me llenan de interés – dijo Holmes –. Sírvase relatarnos los hechos esenciales, desde el comienzo, y después lo interrogaré acerca de aquellos pormenores que considere más importantes. Allegó el joven su silla a la chimenea y colocó sus pies mojados cerca del fuego. – Me llamo Juan Openshaw; pero mis asuntos personales, según entiendo, tienen poco que hacer con este terrible asunto. Es una cuestión hereditaria, de modo que, a fin de darle una idea clara de los hechos, debo relatarle la historia desde un principio. “Ha de saber usted que mi abuelo tuvo dos hijos: mi tío Elías y mi padre, José. Este era dueño de una pequeña fábrica en Coventry, que él agrandó cuando inventaron las bicicletas. Las llantas Openshaw fueron patentadas por él, y su negocio tuvo tan buen éxito, que pudo venderlo y retirarse a descansar con una regular fortuna. “Mi tío Elías emigró a América cuando era joven y se dedicó a trabajar como colono en Florida con próspera suerte, según las informaciones que se recibían. Al estallar la guerra, 9 peleó en el ejército de Jackson, y después bajo las banderas de Hood, llegando hasta el grado de coronel. Cuando Lee depuso las armas, mi tío regresó a su hacienda, en la que permaneció por tres o cuatro años. Entre 1869 y 1870 volvió a Europa y adquirió una pequeña finca en Sussex, cerca de Horsham. Había acumulado una gran fortuna en los Estados Unidos de Norteamérica, de donde se había alejado por su aversión a los negros y por el desagrado que le causaba la política republicana de concederles derechos políticos. Mi tío era hombre muy singular, de carácter violento e irascible, muy grosero en su lenguaje cuando se enojaba y sumamente retraído. Dudo de que durante todos los años en que vivió en Horsham visitara una sola vez la ciudad. Tenía un jardín y dos o tres potreros alrededor de su casa, a los que salía a tomar aire, si bien a menudo pasaba semanas enteras encerrado en su habitación. Bebía mucho brandy y fumaba en exceso; pero no le gustaban las amistades y no aceptaba la compañía de nadie, ni siquiera la de su propio hermano. Mi presencia, en cambio, no le molestaba; en realidad, me tomó cierto cariño, pues cuando me vio por primera vez yo era un muchacho de doce o más años. Esto era por el año 1878, después de haber vivido él ocho o nueve años en Inglaterra. Rogó a mi padre que me dejara ir a vivir con él, y, a su manera, fue muy cariñoso conmigo. Cuando estaba sobrio solía jugar a las cartas o damas. Me constituyó en su representante ante la servidumbre y los comerciantes; de manera que, a la edad de dieciséis años, yo era el verdadero amo de la casa. Todas las llaves estaban en mi poder, y tenía libertad para ir donde se me antojara, siempre que no lo molestara en su retiro. Sin embargo, había una excepción: un cuarto de trastos viejos en el desván, que permanecía invariablemente con llave y al que no permitía entrar ni a mí ni a nadie. Con infantil curiosidad, solía atisbar por el agujero de la llave, pero nunca pude ver más que una colección de baúles viejos y trastos, como era de esperar en una pieza como ésa. 10 “Cierto día, en el mes de marzo de 1883, se recibió en casa de mi tío una carta con estampillas extranjeras. No era corriente para él recibir cartas, pues pagaba todas sus cuentas al contado y no tenía amigos de ninguna especie. “– ¡De la India! – dijo al cogerla –. Del correo de Pondicherry. ¿Qué puede ser esto? “Al abrirla con gran prisa, saltaron de su interior cinco pepitas secas de naranja, que rebotaron sobre la bandeja. A la vista de esto, comencé a reír, pero la risa se me estranguló al ver su cara. Con los labios caídos, los ojos sobresalientes y el rostro color masilla, contempló el sobre que aún tenía en sus manos temblorosas. “– ¡K. K. K.! – leyó, y luego se lamentó, diciendo – :¡Dios mío, Dios mío! ¡El castigo de todos mis pecados! “– ¿Qué significa esto, tío? – grité. “– La muerte – dijo, levantándose de la mesa y retirándose a su pieza, dejándome a mí horrorizado. Tomé el sobre, en cuyo interior, junto a la franja engomada, vi la letra K., repetida tres veces, garabateada con tinta roja. No contenía nada más, fuera de las cinco pepas de naranja. ¿Cuál podría ser el motivo del terror que abrumaba a mi tío? Salí del comedor, y mientras yo subía al piso superior, él bajaba, con una llave vieja y mohosa, que debe de haber correspondido al desván, en una mano, y en la otra, una cajuela de bronce, como alcancía. “– Podrán hacer lo que se les antoje, pero yo los derrotaré – dijo, profiriendo un juramento –. Di a María que hoy voy a necesitar lumbre en la chimenea de mi pieza, y manda en busca de Fordham, el abogado de Horsham. “Cumplí las órdenes impartidas, y al llegar el abogado se me mandó ir a la pieza de mi tío. La lumbre ardía alegremente. En la parrilla se veía un montón de cenizas negras y esponjadas, como de papeles quemados, y, a un lado, la cajuela de bronce, abierta y vacía. Al fijar la vista en ésta, noté, con sorpresa, que la tapa tenía grabadas las mismas tres iniciales que esa mañana había visto en el sobre. 11 “– Deseo, Juan, que sirvas de testigo en mi testamento – díjome mi tío –. Dejo toda mi finca, con todos sus derechos y cargas, a mi hermano, tu padre, de quien, sin duda, la heredarás tú. Si puedes disfrutar de ella en paz, santo y bueno; pero, si no puedes, sigue mi consejo, hijo mío, y légala a tu más odiado enemigo. Lamento dejarte una cosa que puede volverse contra ti, pero ignoro qué giro podrán tomar los acontecimientos. Ten la amabilidad de firmar donde el señor Fordham te indique. “Firmé el documento, y el abogado se lo llevó consigo. Como usted se imaginará, este extraño incidente me causó la más profunda impresión, y reflexionaba en ello incansablemente, sin poder sacar nada en limpio. Con todo, no podía desprenderme de la vaga sensación de pavor que aquello me había dejado, si bien tal sensación fue debilitándose a medida que transcurrían las semanas sin que nada perturbara la rutina de nuestras vidas. Pude, sin embargo, advertir un cambio en mi tío. Bebía más que nunca, y cada día se tornaba más huraño. Pasaba en su pieza la mayor parte del tiempo, a puertas cerradas; pero de cuando en cuando salía en una especie de borrachera delirante y recorría frenético el jardín, con un revólver en la mano, gritando que no temía a nadie y que no se dejaría acorralar ni por el mismo diablo. Pasados estos arranques de violencia, sin embargo, volvía a la carrera a su habitación, atrancando y cerrando la puerta con llave, como quien no puede hacer frente por más tiempo al miedo que lo corroe, allá en el fondo de su alma. En tales ocasiones, aun en días fríos, he visto su frente empapada de transpiración, como si acabara de salir de un baño. Pues bien, señor Holmes, para terminar de una vez y no abusar de su paciencia, llegó una noche en que, borracho, hizo una de esas frenéticas salidas, para no volver más. Cuando salimos en su búsqueda lo encontramos de bruces en una charca de aguas descompuestas que había a los pies del jardín. No había ninguna señal de que lo hubieran violentado, y la charca tenía sólo dos pies de agua; de modo que el 12 jurado, en atención a sus propias extravagancias, decidió que se trataba de un suicidio. Pero yo, que sabía el terror que le inspiraba la sola idea de la muerte, no podía persuadirme de que hubiera salido a buscarla voluntariamente. Sin embargo, la cosa quedó allí, y mi padre entró en posesión de la finca y de unas catorce mil libras esterlinas, que mi tío tenía a su haber en el banco. – Permítame que lo interrumpa – dijo Holmes –. Su caso es uno de los más extraordinarios que he conocido. Déme la fecha de recepción de la carta por su tío, y la del supuesto suicidio. – La carta llegó el 10 de marzo de 1883, y su muerte ocurrió siete semanas más tarde, en la noche del 2 de mayo. – Gracias. Sírvase continuar. – Cuando mi padre entró en posesión de la finca Horsham, a petición mía hizo un minucioso examen del desván, que siempre había estado cerrado con llave. Allí encontramos la cajuela de bronce, si bien su contenido había sido destruido. Sobre la cara interior de la tapa había un rótulo con las tres iniciales “K.K.K.”, y abajo una leyenda que decía: “Contiene cartas, memorándum, recibos y un registro”. Por esta indicación presumimos la naturaleza de los documentos destruidos por el coronel Openshaw. Fuera de esto, no había nada muy importante en el desván, como no fuera papeles sueltos y libretas de apuntes referentes a la época en que mi tío había vivido en América. Algunos eran del tiempo de la guerra, e indicaban que mi tío había cumplido con su deber y ganado reputación de valiente. Otros eran del período de reconstrucción de los Estados del Sur, y se referían principalmente a actividades políticas, pues era evidente que había actuado resueltamente en la campaña contra los politicastros explotadores enviados desde el Norte. “Mi padre trasladó su residencia a Horsham, en los comienzos de 1884, y todo marchó admirablemente hasta enero de 1885. Al cuarto día después del Año Nuevo, cuando nos sentábamos a la mesa para almorzar, oí a mi padre dar 13 un grito de sorpresa, mientras en una mano tenía un sobre recién abierto, y en la palma de las otras cinco pepas secas de naranja. Siempre se había mofado de mí por lo que él llamaba cuento inverosímil acerca del coronel; pero ahora, cuando lo mismo ocurría con él, estaba espantado y perplejo. “– ¿Pero qué demonios significa esto, Juan? – tartamudeó. “Sentí que el corazón me dejaba de palpitar. “– Debe de ser el mismo asunto de las tres iniciales – alcancé a decir. “Miró en el interior del sobre. “– Así es – dijo –. Aquí están las tres letras K. ¿Pero qué hay escrito encima de ellas? “Mirando por sobre su hombro, leí: “Ponga los papeles en el reloj de sol”. “– ¿Qué papeles y qué reloj de sol? – preguntó. “– El reloj de sol está en el jardín; no hay otro – dije –. Pero los papeles deben de ser los destruidos por mi tío. “– ¡Bah! – dijo, sacando fuerzas de flaqueza –. Vivimos en un país civilizado y no podemos creer en patrañas de esta clase. ¿De dónde viene esto? “– De Dundee – repliqué, mirando el timbre de correos. “– Alguna broma absurda – dijo –. ¿Qué tenemos que ver nosotros con relojes de sol y esos papeles? No pienso hacer caso de semejante tontería. “– Yo informaría a la policía – dije. “– ¿Para que se rían a mis expensas? Por cierto que no lo haré. “– ¿Me permite, entonces, que lo haga yo? “– No; te lo prohíbo. No quiero hacer cuestión de una tontería como ésta. Me fue inútil tratar de persuadirlo, pues era muy testarudo, y quedé con el corazón lleno de presentimientos. “Al tercer día de llegar la carta, mi padre se ausentó de casa, para visitar a un antiguo amigo suyo, el mayor Freebody, a cargo de uno de los fuertes de Portsdown Hill. Me ale- 14 gré de su ida, porque me parecía que así estaría más distante de cualquier peligro que permaneciendo en casa. En esto, sin embargo, me equivocaba. Al segundo día de ausencia, el mayor me telegrafió, para rogarme que fuera inmediatamente. Mi padre había caído en un profundo pozo para extraer yeso, de los que abundan en la región, y estaba sin conocimiento, con el cráneo destrozado. Partí con gran prisa, pero falleció sin haber vuelto a recobrar sus sentidos. Según me parece, mi padre volvía de Fareham, en la penumbra de la tarde, y como no conocía el terreno y el pozo de yeso no estaba cercado, el jurado, sin titubear, se pronunció en el sentido de que la muerte se debía a un caso fortuito. Por más que examiné todos los antecedentes relacionados con su muerte, nada pude descubrir que me hiciera pensar en un asesinato. No había indicios de lucha, ni de pisadas, ni de intento de robo, ni noticias de haberse visto desconocidos por los caminos. Sin embargo, no necesito decirle que mi mente distaba mucho de estar tranquila, y tenía casi la certeza de que mi padre había caído víctima de una mala jugada. “En estas siniestras condiciones entré en posesión de la herencia. Tal vez usted me preguntará por qué no la enajené. Pues porque estaba convencido de que todas nuestras desgracias provenían de algún incidente en la vida de mi tío, y que el peligro sería tan inminente para una familia como para cualquier otra. “Desde que mi pobre padre tuvo su fatal caída, en enero de 1885, han transcurrido dos años y ocho meses. Durante este período he vivido feliz en Horsham, y empezaba a ilusionarme conque la maldición ya no pesaba sobre mi familia, y que se había extinguido con la pasada generación. Desgraciadamente, mis esperanzas eran prematuras: ayer en la mañana recibí el golpe, en la misma forma en que lo recibiera mi padre. Sacó el joven, de su chaleco, un sobre arrugado, y vaciando su contenido sobre la mesa, dejó caer cinco pepitas secas de naranja. 15 – He aquí el sobre – dijo –. El timbre de correos es de Londres, división oriental. En su interior léense las mismas palabras que en el último mensaje a mi padre: “K.K.K. Ponga los papeles en el reloj de sol”. – ¿Qué ha hecho usted? – preguntó Holmes. – Nada. – ¿Absolutamente nada? – La verdad – hundió su cara entre sus manos delgadas y pálidas – es que me he sentido impotente, como un miserable animalillo cuando la serpiente se arrastra hacia él. Me parece estar bajo la sombra de una maldición inexorable, contra la cual no hay precaución ni medida que me valgan. – ¡Vamos, hombre! – exclamó Holmes –. Usted debe hacer algo o está perdido. Sólo obrando con energía podrá usted salvarse. No hay que desesperar. – Me he visto con la policía. – ¡Ah! – Pero allí escucharon mi historia con una sonrisa de incredulidad. Estoy convencido de que el inspector ha opinado que las cartas constituyen simples bromas y que las muertes de mis parientes se han debido a accidentes, como declaró el jurado, sin que hayan tenido ninguna relación con las advertencias. Holmes blandió sus puños en el aire y exclamó: – ¡Increíble imbecilidad! – Sin embargo, me han proporcionado un guardia, para que se quede en mi casa. – ¿Ha venido con usted esta noche? – No. Tiene órdenes de permanecer en la casa. Nuevamente Holmes perdió la paciencia. – ¿Por qué no vino a mí? – exclamó – ; y sobre todo, ¿por qué no vino inmediatamente? – No tenía noticias de usted. Fue sólo ayer cuando hablé con el mayor Prendergast acerca de mis desgracias, y me aconsejó que viniera a verlo. 16 – Hace dos días que recibió la carta, y ya deberíamos haber hecho algo. Supongo que usted no tiene mayores pruebas que la que nos ha presentado, ni ningún detalle sugestivo que pueda sernos útil. – Hay uno – dijo Juan Openshaw. Revolvió en el bolsillo de su abrigo, y sacando un papel descolorido, de tinte azulado, lo puso sobre la mesa –. Recuerdo que el día en que mi tío quemó los papeles, observé que los márgenes sin quemar que quedaban entre las cenizas eran de este color especial, y me inclino a pensar que pueda ser uno de los papeles que, tal vez con la agitación, se separó de los demás y así se libró de la destrucción. No creo que pueda ayudarnos gran cosa. Tengo para mí que es una página de algún diario privado. No hay duda de que la escritura es la de mi tío. Holmes allegó la lámpara y ambos nos inclinamos sobre el pliego de papel, que, por su borde rasgado, revelaba, en realidad, haber sido sacado de un libro. El encabezamiento decía: “Marzo, 1869”, y abajo se leían las siguientes enigmá- ticas anotaciones: Día 4. Vino Hudson. Situación no cambia. Día 7. Mandar las pepas a Mc Cauley, Paramore y Juan Suain, de San Agustín. Día 9. Mc cauley alejado Día 10. Juan Swain alejado, Día 12. Visité Paramore. Todo bien. -¡Gracias! -dijo Holmes, doblando el pliego y devolviéndolo a nuestro visitante- Y ahora no debe perder un instante más. No disponemos de tiempo ni siquiera para discutir lo que me ha contado. Usted debe regresar a su casa instantáneamente y actuar. -¿Qué tengo que hacer? -Sólo cabe hacer una cosa, y debe hacerse inmediatamente. Ponga el trozo de papel que nos ha mostrado en la cajuela de bronce, junto con una nota que diga que todos los demás papeles fueron quemados por su tío, y que éste es el 17 único que queda. Debe explicar esto en términos convincentes. Hecho esto, coloque inmediatamente la caja sobre el reloj de sol, conforme a las instrucciones. ¿Entendido? -Perfectamente. -Por el momento no piense en venganza, ni en nada por el estilo. Creo poder conseguir eso por medios legales. Lo que tenemos que hacer es preparar nuestro plan, pues ellos ya tienen el suyo listo. Como primera providencia, debemos eliminar el inminente peligro que lo amenaza; y en segundo lugar, dilucidar el misterio y sancionar a los culpables. -Gracias -dijo el joven, levantándose y poniéndose su abrigo-. Me ha infundido usted vida y esperanzas. Haré todo lo que me aconseja. -No pierda un segundo y, sobre todo, resguarde mientras tanto su persona, pues no me cabe ninguna duda de que está bajo la amenaza de un peligro real e inminente. ¿Cómo va a volverse? -Por tren, desde Waterloo. -No son las 9 aún. Las calles están todavía llenas de gente, así es que confío en que podrá ir seguro; sin embargo, tome el máximo de precauciones. -Estoy armado. -Muy bien hecho. Mañana me pondré a trabajar en su caso. -¿Lo veré en Horsham, entonces? -No; el secreto está en Londres y es aquí donde lo buscaré. -Bien; dentro de uno o dos días vendré a darle noticias sobre la cajuela y los papeles, y a aconsejarme con usted en todos sentidos. Se despidió de cada uno de nosotros con un apretón de manos y salió. Afuera, el viento aún bramaba y la lluvia chapoteaba y azotaba contra las ventanas. Esta extraña y espeluznante historia parecía haber brotado de en medio de los elementos enfurecidos, lanzada hacia nosotros como jirón de 18 alga marina en un huracán, y ahora, haber sido reabsorbida nuevamente por ellos. Sherlock Holmes permaneció por algún tiempo sentado, en silencio, con la cabeza inclinada hacia adelante y la mirada fija en los rojizos resplandores del fuego. Encendió luego la pipa, y, echándose hacia atrás en su sillón, contempló las volutas de humo azulado en su lenta ascensión hasta el techo. -Creo, Watson -observó por fin-, que de todos los casos que hemos conocido, ninguno ha sido más fantástico que éste. -Excepción hecha, tal vez, de la Marca de los Cuatro. -Tal vez tengamos que hacer esa excepción. Sin embargo, paréceme que este Juan Openshaw está rodeado de mayores peligros aun que los Sholtorris. -¿Pero se ha formado usted concepto definitivo acerca de la naturaleza de tales peligros? -Por lo tocante a su naturaleza, no hay lugar a dudas -respondió. -¿De qué se trata? ¿Quién es el que se firma con esas tres iniciales y por qué motivo persigue a esa desgraciada familia? Sherlock Holmes cerró los ojos, afirmó sus codos en los brazos del sillón, y, con las puntas de sus dedos juntas, me dijo: -Al razonador ideal debiera bastarle con un solo hecho, de todo el problema, para deducir no sólo la serie de acontecimientos que lo han producido, sino también todos los resultados que se van a derivar de él. De la misma manera que Cuvier podía describir correctamente un animal, en todas sus partes, por el examen de uno solo de sus huesos, así también el observador que se ha penetrado debidamente de uno de los eslabones de la cadena de Incidentes, debiera poder colegir con exactitud todos los demás, anteriores y posteriores. Todavía no nos hemos dado cuenta de los resultados que pueden alcanzarse con la ayuda de la pura razón. Por la 19 meditación pueden resolverse problemas en que han fracasado todos los que han procurado hacerlo con ayuda de sus sentidos. Sin embargo, para que tal sistema alcance su máxima perfección, es menester que el investigador pueda utilizar todos los hechos que han llegado a su conocimiento; y esto solo, como usted comprenderá, implica la posesión de amplísimos conocimientos generales, prenda rara de encontrar en un individuo, aun en estos tiempos en que hay libertad de educación y abundancia de enciclopedias. Sin embargo, no es del todo imposible que un individuo posea todos los conocimientos que puedan servirle en su trabajo, y esto es lo que, en mi caso, he procurado hacer. SI mis recuerdos no me fallan, en cierta ocasión, en los primeros tiempos de nuestra amistad, usted definió con mucha precisión los límites de mi cultura general. -Sí -contesté riendo- Era un documento muy singular. Recuerdo que, según ese cuadro de su cultura, sus conocimientos en filosofía, astronomía y política eran nulos; en botánica, heterogéneos; en geología, los suficientes para determinar manchas de barro hasta de 50 kilómetros alrededor de Londres; en química, vastísimos; en anatomía, medianos y desordenados, y en literatura sensacionalista, increíblemente vastos; además, figuraba usted como violinista, boxeador, espadachín, abogado, cocainómano y fumador. Creo que éstos eran los principales puntos de mi análisis. Holmes hizo una mueca al oír el final del análisis, y dijo: -Pues bien, entonces, como ahora, creo que todo hombre debiera mantener el desván de su cerebro bien provisto de todos los utensilios que tenga probabilidad de usar, poniendo los demás en el cuarto de trastos viejos de su biblioteca, de donde puede sacarlos en caso de necesidad. Respecto del asunto que nos han encomendado esta noche, por cierto que necesitaremos juntar todos nuestros recursos. Por favor, páseme el tomo correspondiente a la letra K de la Enciclopedia Americana, que está en la repisa, a su lado. ¡Gracias! Consideremos ahora la situación y veamos qué podemos 20 deducir. En primer lugar, debemos partir de una base casi positiva: que el coronel Openshaw tuvo alguna razón muy poderosa para abandonar América. Los hombres de su edad no cambian voluntariamente todos sus hábitos ni el delicioso clima de Florida por la vida solitaria en una provincia de Inglaterra. Su extremada afición a la soledad, durante su vida en Inglaterra, sugiere la idea de que temía algo; de modo que podemos admitir, como hipótesis inicial, que el coronel tenía miedo de alguien o de algo que lo había hecho alejarse de América. En cuanto al objeto de sus temores, sólo podemos deducirlo de las formidables cartas recibidas por él y sus sucesores. ¿Se fijó usted en los timbres postales de esas cartas? -La primera era de Pondicherry; la segunda, de Dundee, y la tercera, de Londres. -Del Este de Londres. ¿Qué colige usted de eso? -Todos son puertos; por lo tanto, el remitente ha estado a bordo. -Excelente. Ya tenemos una pista. En realidad es muy probable que el remitente estuviera a bordo. Y ahora, consideremos otro punto. En el caso de Pondicherry, transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su cumplimiento; y en el caso de Dundee, sólo tres o cuatro días. ¿Qué sugiere esto? -Una mayor distancia que viajar. -Pero la carta venía también desde más lejos. -Entonces, no se me ocurre nada. -Por lo menos, hay una presunción de que el navío en que viajan el o los individuos es mercante. Parece que despacharan su extraño aviso antes de partir ellos a su misión. Vea usted con qué rapidez siguió la tragedia al aviso cuando éste fue enviado desde Dundee. Si ellos hubieran venido de Pondicherry en un vapor, habrían llegado casi al mismo tiempo que su carta, pero, en el hecho, transcurrieron siete semanas. Creo que esas siete semanas corresponden a la dife- 21 rencia entre el buque-correo que trajo la carta, y el buque de vela que condujo al autor de ella. -Es posible. -Más aún; es probable. Ahora comprenderá usted la angustiosa urgencia de este nuevo caso y el porqué de mis recomendaciones a Openshaw para que tuviera cuidado. El golpe ha sobrevenido siempre al término del tiempo que demoran los remitentes en hacer el trayecto. Pero este aviso viene de Londres mismo, y, por consiguiente, no hay que contar con demoras. -¡Bien, bien! -exclamé-, ¿qué puede significar esta persecución encarnizada? -Los papeles que Openshaw trajo consigo son, evidentemente, de importancia capital para la o las personas que viajan en el buque de vela. Me parece casi seguro que deben ser varias personas. Un solo hombre no podría haber llevado a cabo dos muertes y en ambas engañar al fiscal del jurado. Deben de ser varios los mezclados en el asunto; y gente resuelta y de recursos. Se proponen recobrar esos papeles, quienquiera que sea su poseedor. En estas condiciones, las tres iniciales K dejan de corresponder a un individuo y se transforman en la insignia de una sociedad. -Pero, ¿de qué sociedad? -¿Nunca ha oído usted -dijo Sherlock Holmes, inclinándose y bajando la voz- hablar del Ku Klux Klan? -Jamás. Holmes hojeó el libro que tenía sobre sus rodillas y dentro de poco dijo: -Aquí está. -Ku Klux KIan.- Nombre derivado de una caprichosa semejanza con el ruido que se produce al amartillar un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue constituida por algunos ex soldados en los Estados del Sur a raíz de la guerra civil, y rápidamente se formaron sucursales de ella en diversas partes del país, principalmente en Tennessee, Luisiana, las Ca- 22 rolinas, Georgia y Florida. Sus poderes fueron empleados con fines políticos, especialmente para atemorizar a los votantes de raza negra, y asesinar y echar del país a aquellos que se opusieran a sus ideas. Por lo general, sus atropellos eran precedidos de un aviso a la víctima, en forma fantástica, pero casi siempre reconocible: un manojo de hojas de encina, en algunas partes, semilla de melón o pepas de naranjas, en otras. Al recibo de este aviso, la víctima podía abjurar abiertamente de sus anteriores ideas o huir del país. Si continuaba desafiando a sus enemigos, moría infaliblemente, y casi siempre en forma extraña e imprevista. Tan perfecta era la organización de la sociedad y tan eficaces sus métodos, que casi no se registra ningún caso de individuos que la desafiaran impunemente, o de que sus atropellos permitieran descubrir a sus perpetradores. La institución prosperó por algunos años, a pesar de los esfuerzos del gobierno de los Estados Unidos y de las clases superiores en las comunidades del Sur. Finalmente, en 1869, el movimiento terminó en forma más o menos súbita, si bien, desde entonces, ha habido estallidos aislados de la misma índole.” -Verá usted -dijo Holmes, cerrando el tomo- que el repentino fracaso de la sociedad coincidió con la época en que Openshaw desapareció de América, llevándose sus papeles, lo que bien puede ser causa y efecto. No es de maravillarse que él y su familia sean victimas de la más implacable persecución, pues, como usted comprenderá, ese registro y memorias pueden envolver a hombres eminentes del Sur, y habrá muchos que no dormirán tranquilos mientras esos documentos no se recuperen. -Luego, la página que hemos visto... -Contiene lo que podíamos esperar. Si no me equivoco, decía: Enviadas las pepas a A, B, C; esto es, se les ha enviado el aviso de la sociedad. En seguida, hay anotaciones sucesivas de que A y B han sido alejados, esto es, han salido del país; y, finalmente, que C ha sido visitado, según me temo, con resultados siniestros. Bien, doctor; creo que pode- 23 mos hacer luz sobre este oscuro asunto, y que, por el momento, la única esperanza del joven Openshaw estriba en hacer lo que he dicho. No hay más que decir o hacer por esta noche; así es que páseme mi violín y tratemos de olvidar este malhadado tiempo y a nuestros malvados congéneres. A la mañana siguiente, el día estaba despejado y con sol brillante, cuyos rayos llegaban hasta nosotros amortiguados a través de la bruma de la gran metrópoli. Cuando bajé, Sherlock Holmes estaba ya tomando desayuno. -Me perdonará usted que no lo haya esperado -me dijo-; tal como había previsto, tengo por delante un día de mucha actividad, investigando este caso del joven Openshaw. -¿Qué medidas va a tomar? -pregunté. -Eso dependerá del resultado de mis primeras averiguaciones. Es posible que tenga que ir a Horsham. -¿No irá allá primero? -No; comenzaré por la ciudad de Londres. Toque la campanilla para que la criada le traiga su café. Mientras aguardaba, tomé de la mesa el diario no abierto aún y le di una mirada. Mi vista recayó en un título que me dio escalofríos. -¡Holmes -exclamé-, es demasiado tarde! -¡Ah! -dijo, dejando la taza en el platillo-, me lo temía. ¿Cómo sucedió? Su voz era tranquila, pero pude ver que estaba bastante emocionado. Vi impreso el nombre de Openshaw y el título de: ”Tragedia cerca de Waterloo Bridge", en que se informaba lo siguiente: "Anoche, entre 9 y lo P.M., el alguacil de policía Cook, en servicio cerca de Waterloo Bridge, oyó un grito de socorro y el ruido de un cuerpo que caía al agua. La noche era extremadamente obscura y tormentosa, de modo que, no obstante la ayuda de varios transeúntes, fue absolutamente imposible efectuar el salvamento. Sin embargo, diose la alarma y, con la ayuda del servicio de policía fluvial, el cadáver pudo por fin 24 ser recobrado, y resultó ser el de un joven cuyo nombre, según un sobre descubierto en el bolsillo, es Juan Openshaw, domiciliado cerca de Horsham. Se supone que iba de prisa a tornar el último tren que sale de la estación de Waterloo, y que, a causa del apuro y de la gran oscuridad, extravió sus pasos y anduvo por la orilla de uno de los desembarcaderos para ¡anchas a vapor. El cadáver no presentaba señales de violencia y no hay duda de que la muerte se debió a un desgraciado accidente, que debiera llamar la atención de las autoridades hacia las condiciones de los desembarcaderos del río”. Permanecimos sentados y en silencio por algunos minutos. Holmes estaba más desanimado y conmovido que nunca. Por fin, dijo: -Esto me hiere en mi orgullo, Watson. El sentimiento es sin duda mezquino; pero así es. El asunto se transforma ahora en cuestión personal mía, y, si Dios me da salud, haré caer esta pandilla en mis manos. ¡Pensar que este joven vino hasta mí en busca de ayuda y que yo lo envié al encuentro de su muerte! Saltó de su asiento y se paseó por la pieza, lleno de la mayor agitación, con las mejillas encendidas, abriendo y cerrando nerviosamente sus manos largas y finas. -Deben de ser demonios muy astutos -exclamó, por fin-. ¿Cómo pudieron atraerlo hasta allá? Ese malecón no está en el camino recto a la estación. Sin duda, el puente estaba demasiado concurrido, aun en una noche como ésa, para la consecución de sus propósitos. Bien, Watson, veremos quién ganará, a la larga. ¡Salgo ahora mismo! -¿Va a la policía? -No; yo seré mi policía. Cuando ya haya tejido la tela, pueden ellos coger las moscas; pero antes, no. Todo el día estuve ocupado en mis actividades profesionales, y era ya tarde cuando regresé a Baker Street. Sherlock Holmes no había vuelto aún. Llegó cerca de las lo de la noche, pálido y fatigado. Acercóse al aparador y, partiendo un 25 trozo de pan, se lo devoró ansiosamente, después de lo cual bebió un largo trago de agua. -Está con hambre -observé. -Muerto de hambre. No me he acordado de comer, de modo que no he tomado ningún alimento desde el desayuno. -¿Ninguno? -Absolutamente ninguno. No he tenido tiempo ni siquiera para pensar en ello. -¿Y cómo han andado sus cosas? -Bien. -¿Tiene alguna pista? -Ya los tengo atrapados en el hueco de la mano. El joven Openshaw no quedará sin venganza por mucho tiempo. ¡Vaya, Watson! Marquémoslos con su propia marca de fábrica. ¡Es buena idea! - ¿Qué quiere usted decir? Tomó una naranja del aparador y, partiéndola, la estrujó para extraerle las pepas, que cayeron sobre la mesa. Echó cinco de ellas en un sobre, en cuyo interior escribió: “De S.H. a J.C.” Y, después de cerrarlo, lo dirigió a: “Capitán James Calhoum, navío Lone Star, Savannah, Georgia”. -Esta carta esperará al capitán a su entrada al puerto -dijo, riéndose entre dientes-. Va a causarle noches de insomnio, hasta que descubra que es un presagio tan seguro de su destino, como lo fue anteriormente para Openshaw. -¿Y quién es este capitán Calhoum? -El jefe de la pandilla. También atraparé a los otros; pero a él primero. -¿Cómo lo rastreó? Sacó de su bolsillo un largo pliego, lleno de fechas y nombres. -He pasado todo el día consultando los registros y archivos viejos de Lloyd's, siguiendo la ruta posterior de cada una de las naves que hicieron escala en Pondicherry en enero y febrero de 1883. Había 36 naves de regular tonelaje que, según informes, habían estado allí durante esos meses. Una 26 de ellas, el Lone Star, atrajo instantáneamente mi atención, pues, si bien figuraba como habiendo salido de Londres, su nombre es el que se da a uno de los Estados de la Unión. -Tejas, según creo. -No estaba seguro entonces ni lo estoy ahora, pero sabía que la nave debía ser de origen americano. -¿Y luego? -Busqué en los registros de Dundee, y cuando descubrí que la nave Lone Star había estado allí el 25 de enero de 1885, mis sospechas se confirmaron. En seguida averigüé qué buques había actualmente en el puerto de Londres. -¿Sí? -El Lone Star había arribado aquí en la semana pasada. Me fui al muelle Albert y supe que había salido del río en las primeras horas de la madrugada de hoy, aprovechando la alta marea, en viaje de regreso a Savannah. En vista de esto, telegrafié a Gravesend, y supe que la nave había pasado por allí hacía algún tiempo; y como sopla viento del Este, no me cabe duda de que debe estar más allá de Goodwíns, y no muy lejos de la Isla Wight. -¿Qué piensa hacer? -¡Oh! Ya lo tengo en mis manos. El y sus dos compañeros son, según mis informaciones, los únicos americanos del buque. Los demás son finlandeses y alemanes. He sabido, también, que ninguno de los tres pasó la noche a bordo, según me enteré por el estibador que ha estado embarcándoles su cargamento. Por la fecha en que el buque de vela en que viajan llegue a Savannah, el buquecorreo ya habrá llegado con esta carta, y el cable habrá informado a la policía de allá que a estos tres caballeros se les necesita aquí con urgencia, por acusárseles de asesinato. En los planes del hombre, sin embargo, nunca deja de haber alguna falla, por muy bien fraguados que estén; y los asesinos de Juan Openshaw nunca recibieron las pepas de naranja que les habrían demostrado que otro, tan astuto y resuelto como ellos, les seguía la pista. Muy prolongadas y 27 violentas fueron las tempestades otoñales ese año. Por mucho tiempo esperamos noticias de Savannah, acerca del Lone Star, pero nunca nos llegaron. Al fin, supimos que en medio del Atlántico, entre grandes olas, se habían divisado restos destrozados del porta de popa de la nave, con las iniciales L. S. grabadas en su superficie; y eso fue todo lo que supimos sobre la suerte que corrió el Lone Star.

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