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CONTINUIDAD DE LOS PARQUE


Enviado por   •  24 de Noviembre de 2013  •  371 Palabras (2 Páginas)  •  277 Visitas

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Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios

urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente

por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su

apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la

tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón

favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de

intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se

puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las

imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del

placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez

que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los

cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del

atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los

héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento,

fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;

ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente

restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para

repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y

senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad

agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se

sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo

del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de

otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,

posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente

atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara

una mejilla. Empezaba a anochecer.

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