Del Amor Y Otros Demonios
Enviado por PanchaMinie • 1 de Septiembre de 2013 • 1.200 Palabras (5 Páginas) • 611 Visitas
es idéntica a tu padre», le dijo. «Un engendro».
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Del amor y otros demonios
Ese seguía siendo el ánimo de ambos el día en que el marqués regresó del
hospital del Amor de Dios y le anunció a Bernarda su determinación de
asumir con mano de guerra las riendas de la casa. Había en su premura un
algo frenético que dejó a Bernarda sin réplica.
Lo primero que hizo fue devolverle a la niña el dormitorio de su abuela la
marquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con los
esclavos. El esplendor de antaño seguía intacto bajo el polvo: la cama
imperial que la servidumbre creía de oro por el brillo de sus cobres; el
mosquitero de gasas de novia, las ricas vestiduras de pasamanería, el
lavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites alineados
en un orden marcial sobre el tocador; el beque portátil, la escupidera y el
vomitorio de porcelana, el mundo ilusorio que la anciana baldada por el
reumatismo había soñado para la hija que no tuvo y la nieta que nunca vio.
Mientras las esclavas resucitaban el dormitorio, el marqués se ocupó de
poner su ley en la casa.
Espantó a los esclavos que dormitaban a la sombra de las arcadas y
amenazó con azotes y ergástulas a los que volvieran a hacer sus
necesidades en los rincones o jugaran a suerte y azar en los aposentos
clausurados. No eran disposiciones nuevas. Se habían cumplido con mucho
más rigor cuando Bernarda tenía el mando y Dominga de Adviento lo
imponía, y el marqués se regodeaba en público de su sentencia histórica:
«En mi casa se hace lo que yo obedezco». Pero cuando Bernarda sucumbió
en los tremedales del cacao y Dominga de Adviento murió, los esclavos
volvieron a infiltrarse con gran sigilo, primero las mujeres con sus crías para
ayudar en oficios menudos, y luego los hombres ociosos en busca de la
fresca de los corredores.
Aterrada por el fantasma de la ruina, Bernarda los mandaba a que se
ganaran la comida mendigando en la calle. En una de sus crisis decidió
manumitirlos, salvo a los tres o cuatro del servicio doméstico, pero el marqués
se opuso con una sinrazón:
«Si han de morirse de hambre, es mejor que se mueran aquí y no por esos
andurriales».
No se atuvo a fórmulas tan fáciles cuando el perro mordió a Sierva María.
Invistió de poderes al esclavo que le pareció de más autoridad y mayor
confianza, y le impartió instrucciones cuya dureza escandalizó a la misma
Bernanda. A la primera noche, cuando la casa estaba ya en orden por
primera vez desde la muerte de Dominga de Adviento, encontró a Sierva
María en la barraca de las esclavas, entre media docena de jóvenes negras
que dormían en hamacas entrecruzadas a distintos niveles. Las despertó a
todas para impartir las normas del nuevo gobierno.
«Desde esta fecha la niña vive en la casa», les dijo.
«Y sépase aquí y en todo el reino que no tiene más que una familia, y es sólo
de blancos».
La niña resistió cuando él quiso llevarla en brazos al dormitorio, y tuvo que
hacerle entender que un orden de hombres reinaba en el mundo. Ya en el
dormitorio de la abuela, mientras le cambiaba el refajo de lienzo de las
esclavas por una camisa de noche, no logró de ella una palabra. Bernarda
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lo vio desde la puerta: el marqués sentado en la cama luchando con los
botones de la camisa de dormir que no pasaban por los ojales nuevos, y la
niña de pie frente a él, mirándolo impasible. Bernarda no
pudo reprimirse. «¿Por qué no se casan?», se burló y como el marqués no le
hizo caso, dijo más:
«No sería un mal negocio parir marquesitas criollas con patas de gallina para
venderlas a los circos».
Algo había cambiado también en ella. A pesar de la ferocidad
...