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Deshoras. Julio Cortazar


Enviado por   •  26 de Mayo de 2013  •  Resumen  •  5.519 Palabras (23 Páginas)  •  484 Visitas

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Deshoras

Julio Cortazar

Ya no tenía ninguna razón especial para acordarme de todo eso, y aunque me gustaba escribir por temporadas y algunos amigos aprobaban mis versos o mis relatos, me ocurría preguntarme a veces si esos recuerdos de la infancia merecían ser escritos si no nacían de la ingenua tendencia a creer que las cosas habían sido más de veras cuando las ponía en palabras para fijarlas a mi manera, para tenerlas ahí como las corbatas en el armario o el cuerpo de Felisa por la noche, algo que no se podría vivir de nuevo pero que se hacía más presente como si en el mero recuerdo se abriera paso una tercera dimensión, una casi siempre amarga pero tan deseada contigüidad. Nunca supe bien por qué, pero una y otra vez volvía a cosas que otros habían aprendido a olvidar para no arrastrarse en la vida con tanto tiempo sobre los hombros. Estaba seguro de que entre mis amigos había pocos que recordaran a sus compañeros de infancia como yo recordaba a Doro, aunque cuando escribía sobre Doro no era casi nunca él quien me llevaba a escribir sino otra cosa, algo en que Doro era solamente el pretexto para la imagen de su hermana mayor, la imagen de Sara en aquel entonces en que Doro y yo jugábamos en el patio o dibujábamos en la sala de la casa de Doro.

Tan inseparables habíamos sido en esos tiempos del sexto grado, de los doce o trece años, que no era capaz de sentirme escribiendo separadamente sobre Doro, aceptarme desde fuera de la página y escribiendo sobre Doro. Verlo era verme simultáneamente como Aníbal con Doro, y no hubiera podido recordar nada de Doro si al mismo tiempo no hubiera sentido que Aníbal estaba también ahí en ese momento, que era Aníbal el que había pateado aquella pelota que rompió un vidrio de la casa de Doro una tarde de verano, el susto y las ganas de esconderse o de negar, la aparición de Sara tratándolos de bandidos y mandándolos a jugar al potrero de la esquina. Y con todo eso venía también Bánfield, claro, porque todo había pasado allí, ni Doro ni Aníbal hubieran podido imaginarse en otro pueblo que en Bánfield donde las casas y los potreros eran entonces más grandes que el mundo.

Un pueblo, Bánfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol. A tan poca distancia las casas de Doro y de Anibal que la calle era para ellos como un corredor más, algo que seguía manteniéndolos unidos de día o de noche, en el potrero jugando al fútbol en plena siesta o bajo la luz del farol de la esquina mirando cómo los sapos y los escuerzos hacían rueda para comerse a los insectos borrachos de dar vueltas en torno a la luz amarilla. Y el verano, siempre, el verano de las vacaciones, la libertad de los juegos, el tiempo solamente de ellos, para ellos, sin horario ni campana para entrar a clase, el olor del verano en el aire caliente de las tardes y las noches, en las caras sudadas después de ganar o perder o pelearse o correr, de reírse y a veces de llorar pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su mundo de barriletes y pelotas y esquinas y veredas.

De Sara le quedaban pocas imágenes, pero cada una se recortaba como un vitral a la hora del sol más alto, con azules y rojos y verdes penetrando el espacio hasta hacerle daño, a veces Aníbal veía sobre todo su pelo rubio cayéndole sobre los hombros como una caricia que él hubiera querido sentir contra su cara, a veces su piel tan blanca porque Sara no salía casi nunca al sol, absorbida por los trabajos de la casa, la madre enferma y Doro que volvía cada tarde con la ropa sucia, lastimadas las rodillas, las zapatillas embarradas. Nunca supo la edad de Sara en ese entonces, solamente que ya era una señorita, una joven madre de su hermano que se volvía más niño cuando ella le hablaba, cuando le pasaba la mano por la cabeza antes de mandarlo a comprar algo o pedirles a los dos que no gritaran tanto en el patio. Aníbal la saludaba tímido, dándole la mano, y Sara se la apretaba amablemente, casi sin mirarlo pero aceptándolo como esa otra mitad de Doro que casi diariamente venía a la casa para leer o jugar. A las cinco los llamaba para darles café con leche y bizcochos, siempre en la mesita del patio o en la sala sombría; Aníbal sólo había visto dos o tres veces a la madre de Doro, dulcemente desde su sillón de ruedas les decía su hola chicos, su tengan cuidado con los autos, aunque había tan pocos autos en Bánfield y ellos sonreían seguros de sus esquives en la calle, de su invulnerabilidad de jugadores de fútbol y corredores. Doro no hablaba nunca de su madre, casi siempre en la cama o escuchando radio en el salón, la casa era el patio y Sara, a veces algún tío de visita que les preguntaba lo que habían estudiado en la escuela y les regalaba cincuenta centavos. Y para Aníbal siempre era verano, de los inviernos no tenía casi recuerdos, su casa se volvía un encierro gris y neblinoso donde sólo los libros contaban, la familia en sus cosas y las cosas fijas en sus huecos, las gallinas que él tenía que cuidar, las enfermedades con largas dietas y té y solamente a veces Doro, porque a Doro no le gustaba quedarse mucho en una casa donde no los dejaban jugar como en la suya.

Fue a lo largo de una bronquitis de quince días que Aníbal empezó a sentir la ausencia de Sara, cuando Doro venía a visitarlo le preguntaba por ella y Doro le contestaba distraído que estaba bien, lo único que le interesaba era si esa semana iban a poder jugar de nuevo en la calle. Aníbal hubiera querido saber más de Sara pero no se animaba a preguntar mucho, a Doro le hubiera parecido estúpido que se preocupara por alguien que no jugaba como ellos, que estaba tan lejos de todo lo que ellos hacían y pensaban. Cuando pudo volver a la casa de Doro, todavía un poco débil, Sara le dio la mano y le preguntó cómo andaba, no tenía que jugar a la pelota para no cansarse, mejor que dibujaran o leyeran en la sala; su voz era grave, hablaba como siempre le hablaba a Doro, afectuosamente pero lejos, la hermana mayor atenta y casi severa. Antes de dormirse esa noche, Aníbal sintió que algo le subía a los ojos, que la almohada se le volvía Sara, una necesidad de apretarla en los brazos y llorar con la cara pegada a Sara, al pelo de Sara, queriendo que ella estuviera ahí y le trajera los remedios y mirara el termómetro sentada a los pies de la cama. Cuando su madre vino por la mañana para frotarle el pecho con algo que olía a alcohol y a mentol, Aníbal cerró los ojos y fue la mano de Sara alzándole el camisón, acariciándolo livianamente, curándolo.

Era

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