EL SECRETO DE LA CUEVA NEGRA
Enviado por jsegoviav • 18 de Abril de 2012 • 10.640 Palabras (43 Páginas) • 4.539 Visitas
El secreto de la cueva negra
Ciudad de bastante importancia
Vio la entrada de la cueva sólo por la claridad de la luna, la cual pudo momentáneamente liberarse de los nubarrones oscuros. Se acercó. No deseaba continuar, pero una fuerza irresistible lo atraía hacía dentro. !la humedad hacía difícil la respiración. Un relámpago iluminó un poco el interior de la caverna, pudiendo observar esparcidas estalactitas y sus sombras. Siguió avanzando en penumbras hasta que la oscuridad absoluta luc invadiendo el entorno. Volvió a sentir las ganas de regresar, pero fue inútil. Aquella fuerza invisible lo arrastraba. Cuando sus ojos se adaptaron a la falta de luz, comenzó a notar dos diminutos puntos amarillentos a lo lejos. Fue acercándose hacia ellos. De repente, se dio cuenta de que eran un par de ojos que reflejaban una mirada diabólica, espeluznante. Pero no podía detenerse. Ya sin control, se dirigió vertiginosamente hacia aquellos ojos.
Percibió entonces cómo algo peludo pero áspero lo abrazaba. Sintió un agudo dolor en el cuello. Le costaba respirar y a cada instante perdía más sus fuerzas. Su mente se fue turbando y ya ni siquiera quería huir. Sólo ansiaba que aquello terminase. Pero antes de desfallecer pudo darse cuenta de su situación: su cuerpo se quedaba sin sangre. Sintió que era el fin. De pronto, abrió los ojos terriblemente asustado y le costó comprender que había tenido una vez más aquella horripilante pesadilla. Su experiencia le indicaba que no era casualidad que se repitiera tantas veces el mismo sueño. Miró a ambos lados y no encontró nada extraño en la gruesa rama donde dormía. Estiró sus alas y tuvo que bostezar. Dirigió su vista hacia la cabaña y por la ventana pudo contemplar a La Urraca almorzando. «Debo recordar contarle mi pesadilla», se dijo. Entonces, decidió seguir durmiendo para tratar de descansar y ver si ahora lograba disfrutar de su sueño favorito, donde se veía a sí mismo de general de un ejército. Volvió a cerrar los ojos, rezando para no sufrir de nuevo el maldito sueño. Sueño, según él, que vaticinaba una horrible tragedia en Montebello. Aunque enclavada en un entorno rural, entre cerros cruzados por cristalinas corrientes de agua dulce, exuberante vegetación y escasa fauna —a excepción de todo tipo de aves—, Montebello era una ciudad de bastante importancia, dado el número de sus habitantes, así como por su producción de aves de corral, huevos y vino de alpiste.
De su ubicación, al pie de uno de los más hermosos montes, le venía el nombre, aunque también esta población pudiera haberse nombrado «Quesogruyere», porque los cerros que la circundaban estaban horadados por infinidad de cuevas de mayor o menor tamaño, semejantes a ese tipo de queso con hoyitos. Pero lo que más distinguía y por lo que era conocida Montebello en todo el país, e incluso internacionalmente, era porque en esta ciudad se habían creado unas competencias deportivas con la participación de aves de distintas especies, que poco a poco fueron ganando en popularidad, hasta convertirse en una práctica que se extendió a otras localidades y, con el tiempo, salió de sus fronteras para comenzar a practicarse en numerosos países. Tanta fama ganaron las competencias de velocidad de aves en todo el mundo, que hasta se fundó la Federación Internacional de esta especialidad, cuya sede y presidencia recayó, lógicamente, en Montebello. Ahí se celebraba, además, el congreso ordinario de la organización y la Competencia Internacional de Velocidad de Aves. Precisamente, Montebello y sus ciudadanos se encontraban ahora inmersos en los preparativos para la competencia previa y clasificatoria, de la que se elegiría un representante para el gran certamen internacional. En ella todos tornaban parte, puesto que los que no competían apoyaban a sus favoritos y participaban en las jornadas festivas alrededor del evento. En esta ocasión, nuevamente entre los favoritos para ganar esta edición de la Competencia Nacional, y con ello el derecho de representar a Montebello en el encuentro internacional, estaba el señor Javier Águila, un experimentado criador y entrenador. Había obtenido la Copa Alas Veloces en los dos últimos torneos celebrados, donde su halcón peregrino nombrado Centella no tuvo rivales. Y como este año era éste el ave inscrita por Aguila para la competencia que habría de celebrarse en breve, muchos lo daban como el aspirante de más fuerza para llevarse todos los premios. El señor Águila vivía solo con su hija l 'ata, quien no era bonita, pero sí muy simpática. Esa cualidad, unida a que era la hija del famoso ganador y dueña también de ( '.entella, la hacía ser el centro de atención de i asi todos sus compañeros de colegio. Para el exitoso entrenador, los últimos ajustes en la preparación de su halcón transcurrían con toda normalidad, cuando lecibió la inesperada visita de dos individuos vestidos de gris, con sombreros del mismo i olor calados hasta las tupidas cejas, caras largas y huesudas, narices semejantes a picos de ave carroñera y ojillos penetrantes. Al verlos, uno estaba obligado a pensar en dos lechuzas. Uno muy alto y otro de baja estatura. —Ustedes dirán en qué puedo servirles —se ofreció Águila muy educadamente, a pesar de que no le gustó ni un poco el aspecto de aquellos visitantes. —¿Usted es el dueño del halcón peregrino inscrito para la competencia? —preguntó el individuo más bajo. —Sí, soy yo. —Le queremos hacer una propuesta -dijo el otro sin más preámbulo.
—¡Cállate estúpido! —lo cortó el pequeño, dando un ridículo salto para poder propinarle una fuerte bofetada— ¡Eso lo tenía que decir yo! —¡Está bien! ¡Pero no tenías que pegarme! —¿Ah, no? ¿Y cómo quieres tú que...? —;Qué propuesta es esa? —sonrió el papá de Cata al interrumpir la discusión de los dos hombres. —Ofrecerle dinero —dijo el bajito. —¿Dinero? ¿A mí? ¿Para qué? —se sorprendió Águila.
—Para que no se presente en la competencia —respondió el alto y sacó un abultado *.obre de su bolsillo. —¡Eso también lo tenía que decir yo! saltó de nuevo el pequeñín, pegándole al «espigado una cachetada con cada mano—. , lYi sólo sacabas el dinero! —¡Yo creo que no, pero no te voy .t discutir! Sin embargo, no tenías que golpearme. —¡Y cómo quieres...! —¡Oigan! ¡Oigan! —el entrenador arrugó el entrecejo y miró inquisitivamente a los personajes que tenía enfrente, pues no podía dar crédito a la propuesta que acababan de hacerle. —¿Ustedes están bromeando, verdad? El más bajito de los individuos dio
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