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El Archivista Y Los Empleos Imaginarios - Mario Vargas Llosa


Enviado por   •  18 de Junio de 2013  •  1.442 Palabras (6 Páginas)  •  533 Visitas

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El archivista y sus empleos imaginarios – Mario Vargas Llosa

En la ciudad de Boma, capital de este inmenso país cuando se llamaba el Estado Libre del Congo y era propiedad privada del Rey de los Belgas, Leopoldo II, el señor Placide-Clement Mananga está entregado a luchar a favor de la civilización y contra la barbarie. Ésta, para él, no tiene la cara atroz de las violaciones, las matanzas, las epidemias y el hambre que adopta en otras regiones de su país, sino la del olvido. Monsieur Placide estuvo cuatro años de joven en un seminario católico, preparándose para ser cura. Pero el régimen de vida era muy severo y desistió. Tal vez en aquel periodo de ayunos, privaciones, oraciones y estricta disciplina contrajo el amor por los tiempos idos e intuyó que un país que se rinde a la amnesia histórica se queda tan sin defensas para enfrentar los problemas como esos campesinos de las alturas congolesas que, cuando bajan al llano, se hallan indefensos ante los mosquitos. El amor de Monsieur Placide por la historia no es arqueológico, está cargado de preocupación por el presente. "Conociendo nuestro pasado", dice, "entenderemos mejor por qué anda el Congo como anda y será más fácil atacar el mal en sus raíces".

El país se independizó en el año 1960, y entonces no había un solo profesional c ongoleño

Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Por eso existe la literatura

Es un hombre suave, muy delgado, servicial, tímido, de maneras elegantes. Tiene un puestecillo menor en la Alcaldía y desde hace tiempo recolecta todos los papeles viejos, documentos, revistas, recortes de periódicos, cartas, que tienen que ver con Boma. Junto a su escritorio, apilados en el suelo, están esos materiales que serán algún día el embrión del Archivo Histórico del lugar. Paso un largo rato, distraído del calor pegajoso y las moscas indolentes, examinando legajos, silabarios y catecismos de la época colonial, manuales de buena conducta para señoritas, partidas de defunción, ordenanzas donde se clasifica a los indígenas por razas, etnias y domicilio, carteles con las prohibiciones que se colgaban en el barrio de los colonos y en el de los nativos en esos años en que desembarcaron aquí los europeos, con el fin, según el acuerdo de Berlín de 1885, de acabar con la trata de esclavos y civilizar al país usando el comercio libre para abrirlo al mundo y hacerlo prosperar. Nada de eso hicieron. Cuando, en 1960, el Congo se independizó, no había un solo profesional congoleño y la esclavitud, aunque encubierta, todavía existe. El comercio jamás fue libre, sino un monopolio de la potencia colonial, que, antes de irse, exprimió sin misericordia sus recursos y sus gentes.

Monsieur Placide es un libro de historia viviente y recorrer Boma con él es ver transformarse este pueblo pobre, abandonado y triste, en la activa y variopinta aldea de sus orígenes, cuando, a fines del siglo XIX, los despistados belgas encargaron a constructores alemanes la edificación de estas casas cuadradas, de dos pisos, de madera de pino traída de Europa y de planchas metálicas, que debían convertirlas en hornos a la hora del sol. Todavía están aquí, ruinosas pero en pie, con sus pilotes de piedra, sus largas terrazas, barandas y ventanas enrejadas y sus techos cónicos, formadas en hilera frente al río. Allí está también la primera iglesia, la del Espíritu Santo, diminuta y sofocante, toda de fierro. Pero el cementerio colonial, llamado "de los pioneros", ha desaparecido bajo la maleza, aunque, de pronto, asoma entre la verdura, llena de barro, la lápida descolorida de un misionero de Lieja, un topógrafo de Amberes o un agente comercial de Bruselas. La mansión del Gobernador General, rodeada de frondosos y centenarios baobabs, luce molduras donde, desdibujada, se divisa todavía la efigie de la Reina de Bélgica. El panorama del gran río africano, ancho, ocre, espumoso, salpicado de islas, que ha recorrido ya medio continente antes de llegar hasta aquí y avanza hacia el Atlántico, ancho, poderoso, silente, escoltado por bandadas de pájaros, es deslumbrante.

En el primer piso de esta casa que parece a punto de deshacerse como una momia milenaria, Monsieur Placide nos conduce a una habitación desnuda, en la que hay sólo dos mesitas,

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