El Chulla Romero Y Flores: Un Hombre Sin Pasado
Enviado por Crayolitaa • 15 de Junio de 2013 • 612 Palabras (3 Páginas) • 492 Visitas
El Chulla ha caído en la trampa. La mujer con “cara de caballo de ajedrez”, Doña Francisca de Paredes y Nieto, lo ha invitado a pasar al salón en donde lo espera “lo mejorcito de la ciudad”: la dama quiere abochornarlo en público. El Chulla, pese a que intuye el riesgo no declina. Siente que algo lo arrastra, que invisibles fuerzas lo obligan a elecciones imprecisas y no convenientes. Impulsos antagónicos pugnan en su mente: aceptar implica la posibilidad de hacer el ridículo, negarse significará ser un cobarde. Decide ir. “Por algo soy el fiscalizador”, se dice a sí mismo, invocando una máscara.
Sin embargo, apenas Luis Alfonso (el Chulla) ingresa en el lugar, percibe que es un intruso y que por algunos motivos, que nunca ha comprendido del todo, se le rechaza, que el disfraz no alcanza, que la leva estrecha deja ver los puños sucios de la camisa. Los invitados se cierran. Los invitados brindan sus espaldas, los invitados se ríen, se burlan (o al menos eso cree él en sus delirios que no son de loco pero tampoco de cuerdo).
Detengámonos un momento, veamos a nuestro personaje: está solo1, y aunque quiera precipitarse por salir de esa incomodidad, todo esfuerzo, todo comentario, toda sonrisa por escapar lo hunden más en su “acholamiento”, en un bochorno que le atemoriza y que se muestra en esa sangre que le sube al rostro y le delata en este tipo de momentos.
Entonces, busca un ardid. Ellos no pueden portarse de esa manera. Después de todo él es el fiscalizador. Si no le respetan como persona le han de respetar como burócrata, como funcionario. Tras de sí están la autoridad, la razón y él las hará valer… Pero a ellos poco les importa la demostración legal que él ha venido a brindarles.
Es en ese instante cuando, ya fuera de control, el Chulla empieza a gritar a todo pulmón: “soy el fiscalizador, soy el fiscalizador”. Ni que decir tiene que el efecto es desastroso, y que lo único que consigue es que volteen unos ojos ardientes en los que se revela el desprecio. Luego, el golpe de gracia. La “señora de cara caballuna” malvadamente sentencia: “Ah, olvidé presentarles a ustedes, el caballero es hijo de Miguel Romero y Flores”. “Arraray, arraray, carajo”: el secreto se ha revelado.
La mujer ha echado su carta más maligna: ha descubierto, para diversión de los presentes, el origen escondido, aquel que el Chulla ocultaba en lo más profundo no solo de la mente sino del corazón. Lo ha desnudado, lo ha abierto.
El espectro de su padre, ese alcohólico fracasado que acabó sus días corrompiendo su sangre con una india, aparece, invocado por la memoria para abochornarlo. La máscara de fiscalizador cae al suelo, hecha pedazos de mentira, pues eso es lo que es para ellos: “Arraray, arraray, carajo”.
Roland Kuhn, psiquiatra suizo, ha dicho que “la máscara termina con
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