El Picnic De Un Millón De años
Enviado por jpalau • 3 de Junio de 2015 • 5.314 Palabras (22 Páginas) • 344 Visitas
Octubre de 2026. “El picnic de un millón de años”
De algún modo mamá tuvo la idea de que quizás a todos les gustaría ir de pesca. Pero Timothy sabía que no eran palabras de mamá. Las palabras eran de papá, y las dijo mamá en vez de él. Papá restregó los pies en un montón de guijarros marcianos y se mostró de acuerdo. Siguió un alboroto y un griterío; el campamento quedó reducido rápidamente a cápsulas y cajas. Mamá se puso un pantalón de viaje y una blusa, y papá llenó la pipa con dedos temblorosos, mirando fijamente el cielo marciano, y los tres chicos se apilaron gritando en la lancha de motor, y ninguno de ellos, excepto Timothy, se ocupó de mamá y de papá. Papá apretó un botón. El motor emitió un zumbido que se elevó en el aire. El agua se agitó detrás, la lancha se precipitó hacia delante, y la familia gritó: – ¡Hurra! Timothy, sentado a popa, puso dos deditos sobre los velludos dedos de papá y miró cómo se retorcía el canal y cómo se alejaban del lugar en ruinas adonde habían llegado en el pequeño cohete, directamente desde la Tierra. Recordaba aún la noche anterior a la partida, las prisas y los afanes, el cohete que papá había encontrado en alguna parte, de algún modo, y aquella idea de pasar unas vacaciones en Marte. Marte estaba demasiado lejos para ir de vacaciones, pero Timothy pensó en sus hermanos menores y no dijo nada. Habían llegado a Marte, y ahora iban a pescar. Así decían al menos. La lancha remontaba el canal. La mirada de papá era muy extraña, y Timothy no la podía entender. Era una mirada brillante, y quizá también aliviada; le arrugaba la cara en una mueca de risa más que de preocupación o de tristeza. El cohete, ya casi frío, desapareció detrás de una curva. – ¿Durará mucho el paseo? – preguntó Robert. La mano le saltaba como un cangrejito sobre el agua violeta. Papá suspiró: – Un millón de años. ~ ¡Zape! – dijo Robert. – Mirad, chicos. – Mamá extendió un brazo largo y suave –. Una ciudad muerta. Los chicos miraron con una expectación fervorosa, y la ciudad muerta estaba allí, muerta sólo para ellos, adormilada en el cálido silencio estival puesto allí por algún marciano hacedor de climas. Y papá miró la ciudad como si le gustase que estuviera muerta. Eran unas pocas piedras rosadas, dormidas sobre unas dunas; unas columnas caídas, un templo solitario, y más allá otra vez las extensiones de arena. Nada más, un desierto blanco a lo largo del canal, y encima un desierto azul. De repente un pájaro atravesó el espacio, como una piedra lanzada a un lago celeste; golpeó, se hundió y desapareció. Papá lo miró con ojos asustados. – Creí que era un cohete. Timothy observó el profundo océano del cielo, tratando de ver la Tierra en llamas, las ciudades en ruinas y los hombres que no dejaban de matarse unos a otros. Pero no vio nada. La guerra era algo tan apartado y lejano como el duelo a muerte de dos moscas bajo la nave de una enorme catedral silenciosa; e igualmente absurda. William Thomas se enjugó la frente y sintió en el brazo la mano de Timothy, como una tarántula joven, arrobada. – ¿Qué tal, Timmy? – Muy bien, papá. Timothy no alcanzaba a imaginar qué estaba funcionando ahora dentro de ese vasto mecanismo adulto que tenía al lado. Era un hombre de gran nariz aguileña, tostado y despellejado por el sol, de brillantes ojos azules, como las bolitas de ágata con que había jugado en la Tierra en las vacaciones de verano, y de piernas largas y gruesas como columnas envueltas en pantalones holgados. – ¿Qué miras, papá? – Estoy buscando lógica terrestre, sentido común, gobierno honesto, paz y responsabilidad. – ¿Todas esas cosas están allá arriba? – No. No las he encontrado. Ya no están ahí. Y nunca volverán a estarlo. Quizá nunca lo estuvieron.
– ¿Eh? – Mira el pez – dijo papá señalando el agua. Se oyó un clamor de voces de soprano. Los tres chicos doblaron los cuellos delgados sobre el canal, sacudiendo la lancha, diciendo «¡oh!» y «¡ah!». Un anillado pez de plata nadaba junto a ellos. De pronto onduló y se cerró como un iris, devorando unos trocitos de comida. Papá miró el pez y dijo con voz grave y serena: – Es como la guerra. La guerra avanza nadando, ve un poco de comida, y se contrae. Un momento después... ya no hay Tierra. – William – dijo mamá. – Perdona – dijo papá. Inmóviles, en silencio, miraron pasar las aguas del canal, frescas, veloces y cristalinas. Sólo se oía el zumbido del motor, el deslizamiento del agua, el sol que dilataba el aire. – ¿Cuándo veremos a los marcianos? – preguntó Michael. – Quizá muy pronto – dijo papá –. Esta noche tal vez. – Oh, pero los marcianos son una raza muerta – dijo mamá. – No, no es cierto. Yo os enseñaré algunos marcianos – replicó papá. Tirnothy frunció las cejas, pero no dijo nada. Todo era muy raro ahora. Las vacaciones y la pesca y las miradas que se cruzaba la gente. Los otros dos chicos ya estaban buscando marcianos, y protegiéndose los ojos con las manitas examinaban los pétreos bordes del canal a dos metros por encima del agua. – Pero ¿cómo son los marcianos? – preguntó Michael. Papá se rió de un modo extraño y Timothy vio que un pulso le latía en la mejilla. – Lo sabrás cuando les veas. La madre era esbelta y suave, con una trenza de pelo de oro rizado en lo alto de la cabeza, como una tiara, y ojos morados, con reflejos de ámbar, del color de las aguas profundas del canal cuando la corriente se deslizaba a la sombra. Se le podían ver los pensamientos nadando como peces en los ojos; unos brillantes, otros sombríos, unos rápidos y fugaces, otros lentos y pacíficos; y a veces, como cuando miraba la Tierra, los ojos eran sólo color y nada más. Estaba sentada a proa, con una mano en el borde de la lancha y la otra sobre los oscuros pantalones azules; una línea de piel tostada por el sol le asomaba bajo la blusa, abierta como una flor blanca. Miró hacia delante, y, como no pudo ver con claridad, miró hacia atrás, hacia su marido, y reflejado en sus ojos vio entonces lo que había delante. Y como él añadía algo de sí mismo a ese reflejo, una resuelta firmeza, la mujer se tranquilizó y la aceptó, y se volvió otra. vez, comprendiendo de pronto dónde tenía que
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