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El Regreso Del Sujetto


Enviado por   •  26 de Marzo de 2013  •  2.500 Palabras (10 Páginas)  •  352 Visitas

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Leer , como todo lo que hacemos, es una experiencia personal. También lo es, por lo tanto, escribir sobre lo leído. Escribir, aunque tan solo sea una reseña, es, sin duda, escribir, personalmente, sobre una experiencia personal. Es una experiencia reflexiva y, más aún, cuando el texto reseñado es uno sobre, entre otras cosas, la reflexividad. Cualquiera que quiera hablar de paradoja, metalenguaje y afines, aquí tiene una buena cuestión.

Escribir una reseña es dar cuenta de una lectura que, en este caso, implica transversar por 4 capítulos-conferencias (y un apéndice) que transversan por la lectura misma de la investigación; por la investigación de la investigación; por, en resumen, diferentes observaciones de y sobre la cibernética de segundo orden. Es una lectura que se requiere transversal.

El regreso del sujeto es un libro sobre paradojas y metalenguaje, pensamiento y lectura; y filosofía, teorías de sistemas, lingüística, psicoanálisis, semiótica, teoría de juegos, teoría de las catástrofes, entre otros, y, por si no queda claro, sociología. Es sobre todas las ciencias humanas y sus técnicas. Sobre cómo revolucionarlas.

Ibáñez es un pensador que conoce las Leyes y quiere cambiarlas. Las dice, las muestra, y, entre actos de habla que desnudan al Rey, entre explícitos “develamientos”, Ibáñez, como él mismo dice desear, las cuestiona; e intenta escribir unas nuevas; no Leyes, sino leyes. leyes para, como pansemiologista confeso que es, no perder, al menos no aún, entre otras cosas, la lectura.

La revolución en cuestión es pasar de la investigación de primer orden a la de segundo orden. Esto es, en las palabras de Ibáñez, pasar del “presupuesto de objetividad (el sujeto está separado del objeto, y en la investigación del objeto no puede quedar ninguna huella de la actividad del sujeto) al presupuesto de reflexividad (el sujeto no está separado del objeto, y en la investigación del objeto quedan siempre necesariamente huellas del sujeto porque el objeto es producto de la actividad objetivadora del sujeto)” (pág. XI). Tal revolución significa “el regreso del sujeto”; cuando es que se ha ido no se nos dice pero lo podemos intuir por el texto mismo. El sujeto se fue en el momento mismo de su nacimiento, al menos en el momento mismo de su nacimiento como objeto de estudio para lo que hoy llamamos ciencias sociales.

¿Cuál es el momento, fundacional y arcaico, pero moderno, autopoiético, paradojal, de este punto paso, de esta bisagra? Si hay que darle nombre, el preferido por el escritor de estos renglones es el tiempo de Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède y de Montesquieu.

Tanto Ibáñez como Montesquieu son, de cierta forma, pensadores fundacionales. Ninguno de los dos comienza de la nada, pero traducen el mundo respectivamente anterior a ellos para hacer un nuevo pasado. Son escritores que cambian la perspectiva, que trastocan y renuevan las cosmovisiones.

Montesquieu decía que todas las cosas tienen en sí la semilla de su autodestrucción, que contienen la tendencia a acabar con su vida por amor a sí mismas. Ambos, como miembros de sus respectivos mundos, hacen tal cosa. Montesquieu nos devela el Espíritu General, y sus leyes, las relaciones necesarias derivadas de la naturaleza de las cosas, para que podamos legislar. Con esto ya hemos individualizado a Dios, pero éste aún no ha muerto. Sólo falta que, lentamente, comencemos a legislar. Porque aquí, ahora, legislar es cambiar la Ley, cuestionarla. Montesquieu ha creado un mundo y las semillas de su destrucción, y lo sabe, por eso nos pide moderación y respeto por la vida.

En el mundo de Ibáñez Dios ya ha muerto, pero aún tenemos su cadáver en la sala. Sigue existiendo una naturaleza, sigue habiendo, y como estructuralista bien que lo sabe, un centro fuera del juego estructural que el centro mismo permite. Ibáñez nos deja esto claro una y otra vez. La neguentropía viene desde “arriba”, el genotipo, o genotexto, ejerce una presión infinita sobre los sistemas; o, utilizando las ideas de Maturana, existe una organización en los sistemas, existe un conjunto de relaciones esenciales entre los componentes de un sistema, “el invariante cuyo cambio provoca la muerte del sistema” (pág. XV), etc. Existe una naturaleza. Pero “cuando un sistema llega a un punto en que con las reglas de juego existentes no puede seguir no hay más de dos caminos: o la extinción del sistema (muerte) o cambiar las reglas de juego (revolución)” (pág. XV). “Cuando algo es necesario e imposible, hay que cambiar las reglas de juego” (pág. XV). Esto significa cambiar la ley, cuando, justamente, en el caso de Ibáñez, la ley que se quiere poner es la desaparición de la ley. Pero, como apunta Derrida, para muchos, aún hoy, una estructura sin centro sigue siendo lo impensable mismo.

Hoy las señales de la inminencia, de la necesidad del cambio, del fin, son claras; ha llegado la sociedad posmoderna, posindustrial, el momento del nuevo paso ha llegado. Las señales, y tanto el entusiasmo como el pesimismo, son las mismas que se veían en la Europa del 1700. Ibáñez sabe que el sistema está cambiando, pero él lo que quiere es cambiar de verdad. Ibáñez conoce su demanda y su requerimiento. No quiere una nueva metáfora de Dios. Por su reflexión misma él sabe que él también es el sistema, pero no quiere morir, quiere, por el contrario, una revolución. Esto significa un nuevo momento autopoiético, fundacional y paradojal. La Ley tiene que morir, pero yo no, y yo, como tantos otros, soy la Ley. La solución es, por supuesto, paradójica, aporética. Hay que escribir leyes; no Leyes, leyes. Para no tener que escribirlas después, pero siendo responsable. Y ser responsable es responder que no hay respuesta1. Ibáñez nos da leyes que se escriben sabiendo que no son leyes, que son, por así decirlo, explícitamente cuasileyes; o, usando las palabras de Bruno Latour, factiches declarados. Ibáñez lo sabe y nos lo dice. Y nos los dice casi simplemente diciéndolo.

Nos lo dice en cada página. Nos lo dice cuando habla de actores, de objetos, manteniéndolos como “objeto de estudio”, y aún así, por ejemplo, nos habla de actantes, y son justo los actantes los que están en las catástrofes, los que están en el cambio de las cosas, son los “sujetos que cambian”; nos lo dice cada vez que formula una oposición binaria, la deconstruye, pero respeta las categorías originales. Nos lo dice cuando escribe que un investigador social, el científico, para ser conservador, ha de ser revolucionario, que ha de ascender la técnica, de nivel a nivel, hasta llegar al arte, a lo que trata con la cualidad inmediata, a lo que integra la cualidad del objeto externo como vivencia externa,

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