El peregrinar del día a día
Enviado por Alejanndro • 6 de Octubre de 2011 • Monografía • 3.429 Palabras (14 Páginas) • 495 Visitas
podían iluminar mi vida, porque yo seguía sumida en mis propias tinieblas.
El peregrinar del día a día se convertía en una terrible pesadilla.
Mi mundo era en esos momentos un cúmulo de circunstancias circunstanciales; sin saber como ni porque todo cuanto acontecía a mí alrededor empezaba a caotizarse.
Supongo que no acabé de asimilar la separación de mis padres. Era aún pequeña para entenderlo y el ser el objetivo principal de sus peleas, como si fuese un reparto más de sus bienes me crispaba los nervios.
A mi hermano toda aquella desagradable situación le afectó en menor grado.
Él era más fuerte tenía más coraje y pese a su corta edad fue un apoyo vital para mi madre.
Hoy es un adulto brillante, la vida lo ha tratado bien, mucho mejor que a mí.
Me siento orgullosa de él y me gusta que siga cerca protegiéndome, siempre corro a sus brazos cuando tengo miedo como lo hacía de niña. Si algún día se fuera a vivir por su cuenta sentiría mucho su ausencia.
En la actualidad mi vida transcurre con una ligera monotonía: estudio en la facultad de filología alternando las clases con el trabajo de dependienta, en una librería fantástica, rodeada de alhajas retóricas.
Mi novio me dejó hace unos meses, sin motivo aparente, aunque sospecho que se ha liado con su compañera de piso.
El roce hace el cariño y pasaba más tiempo con ella que conmigo.
Seguimos viéndonos a veces, todavía somos amigos, e incluso en una ocasión me pidió que volviéramos a salir juntos.
No le hice el menor caso, estábamos en una fiesta de cumpleaños cuando me lo propuso y no tenía a ninguna de sus amigas intimas con quien divertirse un rato.
Como he citado anteriormente mi vida era monótona y aburrida, hasta que un día de navidad tropecé con ÉL al doblar una esquina, y transmutó el bucle negativo que rodeaba toda mi existencia…
Aunque mejor será que eso lo cuente más adelante y empiece la historia por el principio:
Al despertar sentí frió, llevaba tres días seguidos lloviendo y a pesar de tener en mi habitación el radiador encendido, la humedad del ambiente calaba en los huesos.
Era sábado y tenía que ir a trabajar a la librería, estaba realmente agotada de tanto estudiar toda la semana.
Me hubiese quedado durmiendo hasta las tres de la tarde, pero necesitaba el dinero porque mi economía últimamente iba en descenso.
Desayuné rápido yendo apurada de tiempo y después de una ducha bien caliente salí de casa corriendo.
El autobús que llevaba hasta el centro de la ciudad había partido hacia escasos segundos, pero afortunadamente el encantador de mi vecino, un joven de mi edad al que le divertía espiarme se ofreció a llevarme al trabajo en su coche.
Aunque no me apetecía tener que darle explicaciones, no pude negarme ante su ofrecimiento o llegaría demasiado tarde a la librería, un despido inoportuno era lo que menos me convenía y la dueña era muy estricta en los horarios de trabajo.
De camino hasta el centro charlamos sobre el tiempo, un tema socorrido al que recurro continuamente cuando subo en un ascensor con desconocidos.
Al llegar mi vecino aparcó a escasos metros de la puerta, y en la despedida quiso convencerme para regresar a recogerme.
Mi negativa fue rotunda, aunque con una buena excusa.
Por suerte para mí, la jefa se retrasó, posiblemente estuviese comprando regalos familiares en el centro comercial de enfrente.
La afluencia de gente hasta la hora de comer fue continua.
Como no cerrábamos al medio día, pues debíamos aprovechar las ventas que proporcionaban las vísperas de la navidad, los compañeros fuimos turnándonos para pegar un bocado en la hamburguesería de al lado.
La tarde fue todavía más ajetreada, ya no recuerdo las veces que subí y bajé las escaleras de la segunda planta en busca de poemas y libros de aventuras.
Para colmo de mis males, después de cerrar la librería tuve que quedarme a ayudar a mi jefa a hacer el inventario.
Mientras la mujer tuvo el detalle de ir a por unos bocadillos de tortilla de patata porque la noche iba a ser larga, yo apoyé mi cabeza en el mostrador de la entrada cerrando los ojos.
A los pocos minutos, las campanillas que colgaban del techo cada vez que se abría la puerta repiquetearon.
Sobresaltada abrí los ojos poco después de oír a alguien toser, levantándome de la silla de un salto.
Un chico rubio de ojos azules venía buscando un libro.
Me sorprendió que Alicia se fuera a por los bocadillos sin cerrar la puerta con llave. Miré la cristalera del escaparate y la persiana de seguridad si que estaba puesta.
––Disculpa, he venido a recoger un libro que encargué a la propietaria hace dos días––dijo el joven alto y delgado.
––¿Me dices el título?
––Mi vecina es una musa.
––¡Y mi vecino un alcahuete!––proferí sonriendo pensado en Javier.
El muchacho de complexión atlética me miró asombrado sin cesar de reír.
––Oooh, lo siento…, pensaba en voz alta. Ahora te busco tu libro.
Miré en el estante donde guardaban los encargos, tomándolo en mis manos para dárselo al muchacho.
––Gracias––dijo él mirando fijamente mis ojos.
Después de pagarme se despidió cruzándose con Alicia en la puerta.
Devoré el bocadillo de tortilla de patata y me puse inmediatamente a trabajar, en un tiempo récord acabamos el inventario, y Alicia tuvo que acercarme hasta mi casa porque a esas horas ya no pasaba el autobús.
Al día siguiente estaba tan cansada que no me levanté ni para comer, cuando desperté mi madre y mi hermano se habían marchado.
Mi madre me dejó una nota pegada en el frigorífico diciéndome donde estaba, y mi ex-novio una llamada en el contestador automático excusándose por el plantón recibido el anterior fin de semana.
Opté por no contestarle, pues en esos momentos lo prudente era callarse, sabía que se llevaba demasiado bien con su compañera de piso: una alocada universitaria de moral distraída, con muchas amigas y amigos qué pasaban los fines de semana de fiesta en fiesta.
Introduje una pizza en el microondas y después de comérmela me acicalé despacio y salí a la calle a que me diera el aire.
Andaba deprisa porque tenía frió y al doblar la esquina de mi calle tropecé con un chico alto y rubio, que casi me tira al suelo.
––Lo siento––dijo recogiéndome el paraguas.––¿De que te conozco?
No sé si realmente no me recordaba o disimulaba. Pensé en decirle que de nada, pero antes de abrir la boca él salió de su amnesia voluntaria.
...