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El pie del diablo


Enviado por   •  24 de Septiembre de 2012  •  Síntesis  •  9.966 Palabras (40 Páginas)  •  408 Visitas

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El pie del diablo

Arthur Conan Doyle

Al relatar de vez en cuando algunas de las experiencias curiosas y los recuerdos

interesantes que asocio con mi amistad íntima y prolongada con Mr. Sherlock Holmes, me

he topado constantemente con las dificultades que me ha causado su aversión por la

publicidad. Para su carácter austero y cínico el aplauso popular siempre ha sido aborrecible,

y nada le divertía más al cerrar con éxito un caso que traspasar el mérito a algún oficial

ortodoxo, y escuchar con sonrisa burlona el coro general de felicitaciones equivocadas. Ha

sido en realidad esta actitud por parte de mi amigo, y no desde luego la falta de material

interesante, lo que en los últimos años me ha obligado a publicar muy pocos de mis relatos.

Mi participación en algunas de sus aventuras siempre ha sido un privilegio que me ha

exigido discreción y reticencia.

Quedé, pues, enormemente sorprendido al recibir el martes pasado un telegrama de Holmes

-nunca se ha sabido de él que escribiera cuando bastaba un telegrama- en los términos

siguientes: “¿Por qué no contarles el horror de Cornualles, el más extraño caso que se me

ha encomendado?” Ignoro qué resaca de su cerebro había refrescado el caso en su memoria,

o qué antojo le había hecho desear que yo lo relatase; pero me apresuré, antes de que

llegara otro telegrama cancelando aquél, a rebuscar las notas que me darían los detalles

exactos del caso, y a exponerles el caso a mis lectores.

Fue en la primavera del año 1897, cuando en la férrea constitución de Holmes aparecieron

algunos síntomas de debilitamiento frente a un trabajo duro, constante y del tipo más

agotador, agravado, además, por sus propias imprudencias ocasionales. En marzo de aquel

año el doctor Moore Agar, de la calle Harley, cuya dramática presentación a Holmes quizá

cuente algún día, le dio órdenes terminantes al famoso detective privado de dejar a un lado

todos sus casos y entregarse a un completo descanso, si quería evitar un colapso. Su estado

de salud no era asunto por el que Holmes se tomase el más mínimo interés, ya que tenía una

gran capacidad de abstracción mental, pero al final fue inducido, bajo la amenaza de quedar

inhabilitado para el trabajo de forma permanente, a buscarse un cambio total de escena y de

aires. Así fue como a principios de primavera de aquel mismo año nos trasladamos a una

casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más alejado de la península de

Cornualles.

Era un lugar singular, especialmente adecuado para el humor sombrío de mi paciente.

Desde las ventanas de nuestra casita encalada, construida en lo alto de una colina muy

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verde, dominábamos todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, esa antigua

trampa mortal para los veleros, con su hilera de negros acantilados y arrecifes azotados por

las olas, contra los que habían hallado la muerte innumerables marineros. Con viento del

norte la bahía permanece plácida y abrigada, invitando a las embarcaciones sacudidas por la

tempestad a virar hacia ella en busca de descanso y protección.

Pero luego vienen el súbito remolino de viento, las ráfagas huracanadas del sudoeste, el

ancla arrancada, la orilla a sotavento, y la última batalla en el rompiente espumoso. El

marinero prudente está siempre alejado de ese lugar maldito.

Por el lado de tierra nuestros alrededores eran tan sombríos como el mar. Era aquélla una

zona de páramos ondulantes, solitarios y grises, con un campanario aquí y allá para marcar

el emplazamiento de algún que otro pueblo de tiempos pasados. En cualquier dirección de

los páramos había vestigios de una raza ya desaparecida que no había dejado como

constancia de su paso sino extraños monumentos de piedra, túmulos irregulares que

contenían las cenizas incineradas de los muertos, y curiosas construcciones de tierra que

apuntaban a la lucha prehistórica. El embrujo y misterio de la región, con su siniestra

atmósfera de naciones olvidadas, apelaba a la imaginación de mi amigo, quien pasaba gran

parte de su tiempo dando largos paseos y sumiéndose en meditaciones solitarias en los

páramos. La antigua lengua de Cornualles también había atraído su atención, y recuerdo

que se le metió en la cabeza la idea de que era muy similar al caldeo y constituía una

derivación directa del lenguaje de los comerciantes de estaño fenicios.

Recibió un envío de libros de filología, y se disponía a consagrarse al desarrollo de su tesis

cuando de repente, para pesar mío y alborozo manifiesto de él, nos encontramos, incluso en

aquella tierra de sueños, sumergidos en un problema ocurrido a nuestra puerta, más intenso,

más absorbente e infinitamente más misterioso que cualquiera de los que nos habían hecho

salir de Londres. Nuestra vida sencilla y plácida, nuestra saludable rutina fueron

interrumpidas violentamente, y nosotros nos vimos precipitados en el centro de una serie de

sucesos que provocaron una excitación extrema no sólo en Cornualles, sino también en toda

la parte occidental de Inglaterra. Quizá muchos de mis lectores conserven algún recuerdo

de lo que se llamó entonces el “Horror de Cornualles”, aunque a la prensa de Londres no

llegó más que un relato muy incompleto del asunto. Ahora, trece años después, voy a dar a

conocer públicamente los auténticos detalles de aquel caso inconcebible.

Ya he dicho que unos cuantos campanarios diseminados indicaban la situación de los

pueblos que salpicaban aquella parte de Cornualles. El más cercano era la aldea de

Tredannick Wollas, donde las casas de unos doscientos habitantes se apiñaban en torno a

una iglesia antigua y cubierta de musgo. El vicario de la parroquia, Mr. Roundhay, tenía

algo de arqueólogo, y, como tal, había trabado amistad con Holmes. Era un hombre de

mediana edad, atractivo y afable, con un caudal considerable de erudición local. Invitados

por él, fuimos un día a tomar el té en la vicaría, conociendo asimismo a Mr. Mortimer

Tregennis, un caballero independiente que había incrementado los escasos recursos del

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sacerdote alquilando habitaciones en su casa espaciosa y destartalada. El vicario, que era

soltero, estaba encantado de haber

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