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Gustavo Y Los Miedos


Enviado por   •  28 de Septiembre de 2014  •  1.618 Palabras (7 Páginas)  •  395 Visitas

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Los miedos aparecieron cuando la tía Milagros se instaló en casa de Gustavo. Hasta entonces el niño no los conocía.

Pero la tía no los trajo en su vieja maleta. Lo que pasó fue que la mujer los llamó y ellos acudieron presurosos para sembrar el temor.

Resulta que la tía Milagros, cargada de buenas intenciones, cuidaba al pequeño mientras sus padres estaban de viaje.

-Gustavo, hazle caso a la tía- le recomendó su madre antes de partir.

Y él se esforzaba por seguir los consejos de su madre. Con la tía Milagros se llevaba muy bien. Sólo discutían a la hora de comer.

La mujer estaba convencida de que los niños sanos debían estar rellenitos y mofletudos. Y para ello era preciso comer en abundancia.

Así es que le servía a Gustavo los platos llenos a rebosar. Tanto, que él se veía incapaz de acabarlos.

-Come, come-insistía ella-. A ver si engordas esas piernas que parecen dos palillos.

-Es que no puedo más- protestaba el niño.

Y ella lo miraba muy seria, a punto de perder la paciencia. ¡Hasta que un día la perdió!

Entonces, enfadada y con el ceño fruncido, le amenazó:

-Si no comes, el bicho de la oscuridad te llevará con él.

Gustavo abrió unos ojos muy grandes, ojos cargados de susto. Jamás había oído algo semejante.

-¿El bicho de la oscuridad…?- repitió asombrado.

-Sí, y es muy malo con los niños delgaduchos como tú- afirmó la tía Milagros ocultando una sonrisa traviesa.

La tía pensaba que lo que no se conseguía con buenas palabras se lograba con la ayuda del miedo.

Y los miedos, que son seres endiablados, acuden veloces cuando alguien los nombra.

En aquel momento, precisamente, uno andaba cerca. Y, al oírlos, entró en la casa. Tal como las moscas cuando descubren miel.

Se trataba de un miedo bajo y delgado. Tenía los ojos saltones y los pelos de punta. Iba vestido de negro.

Andando paso a paso, se acercó a Gustavo. Y de un salto acabó por sentarse sobre el hombro del niño, muy cerca de la oreja.

Sabía que desde allí le escucharía aunque hablase en voz baja.

De pronto, Gustavo se sintió tan inquieto que intentó acabarse la comida del plato. Lo intento, sí...,¡pero no pudo! En la barriga ya no le cabía ni un granito de arroz.

-Allá tú- refunfuñó la tía-. Pero luego no te quejes, pues yo te lo he advertido.

Gustavo no respondió y fue a sentarse ante el televisor.

Allí se estuvo, casi sin hablar, hasta el momento de irse a la cama.

-Hasta mañana- le dijo a la tía Milagros, y se fue a su habitación.

Aquella noche no había forma de dormirse. Cualquier ruido le sobresaltaba.

Pero, finalmente, arropado por el resplandor de la luna, lo consiguió. Al cabo de un rato, se despertó. Tenía ganas de hacer pipí.

“¡Ahora es el momento!”, se dijo el miedo, y los ojos le brillaron.

A medio despertar y con la luz apagada, Gustavo se encaminó al lavabo. Y cuando estaba en el oscuro pasillo, el miedo comenzó a hacer de las suyas.

Casi con un hilo de voz, le dijo al niño:

-Creo que detrás de esa puerta hay alguien escondido… El bicho de la oscuridad anda por allí… Es muy malo con los que no comen…

Y Gustavo, en vez de no escuchar y desprenderse del miedo con un resoplido de indiferencia, le prestó atención.

Eso envalentonó al miedo, que comenzó a hablar con voz más potente.

-Si el bicho te ataca, estás perdido- le dijo.

Gustavo sintió que las piernas le temblaban. Recostado contra la pared, se veía incapaz de dar un paso.

-Vuelve a la cama- le aconsejó el miedo.

Sin pensárselo dos veces, el niño corrió hacia la habitación. Se metió en la cama y se cubrió la cabeza con las mantas. Entonces permaneció quieto y encogido.

No conseguía dormirse. Entre el susto, el pipí que le escapaba y el temor a la oscuridad, Gustavo lo pasaba fatal.

Viéndole así de asustado, el miedo disfrutaba a sus anchas. Incluso decidió llamar a otro miedo. Y el otro miedo se presentó en un abrir y cerrar de ojos.

Era robusto y barrigudo. Sus orejas acababan en punta, así como las de los burros. Y sujetaba sus raídos pantalones con una cuerda.

Al igual que su compañero, se sentó junto a la oreja del niño. Esperaba con impaciencia el momento de comenzar a actuar.

Y la ocasión se presentó cuando Gustavo, que por fin había conseguido dormirse, se hizo pipí en la cama.

Al notar que tenía el pijama mojado, el miedo se puso a berrear hasta que el niño se despertó.

-Eres un marrano. Menuda zurra te darán- le dijo en tono de enfado.

Gustavo no sabía cómo le había sucedido aquello. Tampoco sabía qué hacer. Se encontraba como perdido y a merced del viento. Finalmente se cambió de ropa, intentó secar las sábanas con una toalla y volvió a acostarse. Pero ya no le fue posible pegar ojo.

Las primeras luces del día lo pillaron despierto. Igual que les pasa a los gatos parranderos.

A pesar de ello, se quedó un rato más entre las sábanas. Pensaba y pensaba. Y tras mucho pensarlo, decidió: “Comeré

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